Durante la ofensiva franquista para conquistar Madrid en noviembre de 1936, la propaganda fue una herramienta más empleada por las milicias con el objetivo de mantener la moral y el espíritu de la resistencia. La consulta de fondos hemerográficos que hemos llevado a cabo en el Archivo del Partido Comunista nos sirve para contrastar esos discursos combativos con la lucha de verdad, la que ha quedado fosilizada en las trincheras que estamos excavando.
Brigadistas del Edgar André en la Casa de Campo.
Cuando comenzó el sitio de Madrid, un periódico extranjero dijo, con propósito despreciativo, que entre el centro de la población y las fuerzas sitiadoras tendrían los milicianos unas trincheras románticas. Románticas, es decir, de ensueño, de ilusión, sin eficacia, sin finalidad práctica; trincheras para alimentar esperanzas absurdas, para fraguar quimeras, para engañar a los bobos. Al escribir este artículo, la noche del martes, día 10 [de noviembre], no parece que sean tan románticas las tales trincheras. Cuatro días llevan los sublevados queriendo pasar por encima de ellas, y no lo han conseguido. El romanticismo se ha trocado en acción, en denuedo, en bravura, en renunciamiento, en espíritu de sacrificio. Y me expreso mal cuando digo que se ha trocado. No se ha trocado: el romanticismo es precisamente eso: fe en lo impalpable, predominio del espíritu sobre la materia, clara creencia en lo que se ama, anhelo de lograr un imposible, ímpetu para sobreponerse a todos los obstáculos y a todos los dolores.
La llegada de la primera Brigada Internacional contribuyó, y de qué manera, a alimentar la esperanza. En gran medida, aquellos hombres sí se pueden considerar los últimos románticos. Del espíritu no encontramos nada, pero sí de la materia vinculada con aquellos voluntarios cuyo rastro seguimos en sitios como Casa de Vacas. En los periódicos vemos reflejada la sangría de esas unidades de combate. Así, en ATAQUE, periódico de guerra editado por la delegación de milicias populares antifascistas se cita a brigadistas recuperándose en hospitales de retaguardia (4 de diciembre de 1936):
Ahora el sastre Bienestock y el minero Friedmann Euijen curan sus heridas de la casa de Campo donde han peleado bravamente. Fue el viernes 13 a las cinco y media de la madrugada, Hedrik, su comisario político, quedó allá para siempre.
Brigadistas heridos en Casa de Campo se recuperan
en el hospital Pasionaria (en Juventud).
Mientras algunos hablaban de trincheras románticas, otros, como Tristan Tzara veían en la Casa de Campo una fortaleza de puños alzados contra la bestia del fascismo, el lugar donde surgiría el hombre nuevo. Las excavaciones arqueológicas no nos hablan de hombres nuevos, sino de veteranos de la I Guerra Mundial y de hombres muertos y heridos en combate, en un infierno de metralla, balas y granadas.
En Milicia Popular, nº 102, 17 de noviembre de 1936.
El periodista de Juventud que visita a los heridos de la Casa de Campo reivindica el orden y la organización en las trincheras, para evitar bajas innecesarias:
Nuestras heridas no son por fortuna graves. La mayoría padecen heridas en las piernas. Hay que saber hurtar el cuerpo. Las heridas graves se producen cuando se vuelve la espalda, porque cuando se asalta una trinchera o se muere o se triunfa. Pero hay que saber avanzar. Al enemigo hay que hurtarle el bulto.
Esos combates de noviembre fueron una excelente escuela y ahí se encuentra el germen del Ejército Popular y de la tupida red de fortificaciones que se mantendrá hasta el fin de la guerra. Así lo vio un redactor anónimo de Milicia Popular:
El pueblo de Madrid estaba ausente de la guerra hasta que empezó a fortificar [...] Audacia, creación, rectificación de errores, y dentro de algún tiempo podremos enorgullecernos de nuestros batallones de fortificación, como hoy nos enorgullecemos de los defensores de la Casa de Campo.
Madrid resistió la embestida facciosa, sorprendiendo a propios y extraños. En la Casa de Campo, en donde los Borbones cazaban, hasta el oso del madroño cogió su fusil.
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