jueves, 24 de enero de 2019

El Campo de Concentración de Nanclares de la Oca: Piedras



El domingo 17 de junio de 2018, por iniciativa de la asociación cultural Geltoki del municipio alavés de Iruña de Oca, llevamos a cabo un paseo arqueológico por el paisaje disciplinario del antiguo Campo de Concentración de Nanclares de la Oca, germen de la famosa prisión actual. Las expectativas eran pequeñas en un principio, pero medio centenar de personas emprendieron el camino que, no sólo sirvió para dar a conocer esta historia, sino que esperamos que sirva para iniciar una nueva. 
Tal y como cuenta Juanjo Monago en su libro El Campo de Concentración de Nanclares de la Oca (1940-1947) (ed. Dpto. de Justicia del Gob. Vasco, 1998), en diciembre de 1940, la aldea  alavesa de Garabo recibió a los primeros presos. Muchos de ellos eran brigadistas internacionales, traídos aquí desde el saturado campo de concentración de Miranda de Ebro. Llegaron en tren, por la vía férrea que une Miranda con Vitoria, a su paso por un pueblo que todavía hoy es sinónimo de cárcel: Nanclares.

Aquel invierno de 1940-1941, cientos de presos fueron alojados en tiendas de campaña y barracones precarios. El lugar era conocido como Montecillo de Garabo y se trataba de un promontorio rocoso rodeado por un meandro del río Zadorra. El borde de agua hace que este sitio sea casi como una isla en el corazón de Álava. La elección del lugar fue obra de un militar de la zona, alavés, pero los técnicos que trajeron sus planos eran alemanes. Tenían experiencia en esto.

Imagen aérea del campo de concentración de Nanclares (vuelo americano de 1956/7).

Enseguida aquellos primeros presos fueron obligados a detonar, picar y moler la roca caliza del Montecillo. En muy poco tiempo lograron alterar profundamente el relieve para crear así una gran zona llana de más de 50.000 metros cuadrados. La piedra extraída sirvió también para la construcción de ocho grandes barracones, con capacidad para doscientas personas cada uno. Fueron construidos siguiendo una llamativa planta trapezoidal. Cada barracón tenía un único acceso, orientado al sur, bajo la atenta mirada de una imponente torre de vigilancia. Esta disposición constructiva no era invención propia, sino que era la aplicación de un modelo que se mostraba muy eficiente en otros lugares.

Imágenes aéreas del campo de concentración de Buchenwald (izda.) y de Sachsenhausen (dcha.), Alemania.

El río Zadorra, traicionero con las crecidas invernales, hacía muy difícil cualquier tipo de huida. De ello da fe, por ejemplo, la aparición de un preso ahogado en 1943. La lógica penitenciaria de los lugares remotos y de las barreras de agua, presente en toda la historia de las colonias penales, atroz y obvia en sitios como Tasmania o Nueva Caledonia, se presenta aquí a una escala mucho más pequeña pero igualmente efectiva. Esta tierra de Garabo sólo ofrece una salida posible, por un estrecho camino junto al río, siempre bajo la supervisión de la torre de vigilancia. 

Mapa de visibilidades desde la torre de vigilancia del Campo a 1 km. 

Como expuso Michel Foucault en Vigilar y castigar, la ciencia disciplinaria es un saber que implica un conocimiento sobre los individuos –de sus culpas y de sus penas, de sus posibilidades de redención y, en definitiva, de sus almas. Pero este es un saber que apela también a la materialidad. La disciplina carcelaria necesita de una serie de arquitecturas que la sustenten y la reproduzcan. Bentham ya lo dejó claro en el siglo XVIII con su modelo de panóptico y su ideal arquitectónico del control sobre los individuos. En el caso del Campo de Concentración de Nanclares no sólo apreciamos su arquitectura disciplinaria, sino que la topología de la zona es igualmente una herramienta de vigilancia. La morfología geológica del lugar fue un factor determinante para la instalación del centro. Y yendo más allá, la roca era de suma importancia. 
Durante décadas, los presos de Nanclares trabajaron intensamente en la cantera del centro. El trabajo era el medio para la redención nacionalcatólica. La contribución necesaria para construir la Nueva España, mediante el sudor y, en ocasiones, mediante la sangre. El 10 de abril de 1945, una explosión en la cantera produjo nueve heridos graves. Aunque la mortalidad anual del Campo era de una media de 12-13 presos por año. Es decir, una muerte al mes.

Presos del campo trabajando en las canteras.

A finales de la década de 1970, se inició una gran remodelación de la prisión. Se pasó del orden trapezoidal de barracones a un sistema de patios y módulos más moderno. La cárcel, con su morfología actual, fue reinaugurada en 1984. La piedra fue sustituida por el ladrillo. Casi todo rastro del pasado concentracionario fue borrado, pero el material de obra sigue delatando el origen de algunas de las instalaciones. O dicho de otra forma, es la petrología –la caracterización del tipo de piedra– la que señala el contexto arqueológico original del Campo de Concentración.

Vista aérea de 1968 (izda.) y vista actual de la prisión con los restos en piedra original (dcha):
1- Acceso; 2- Restos del molino de piedra. 

El edificio de acceso sigue siendo parte del antiguo Cuerpo de Guardia. Se aprecian también los muros de piedra de una gran construcción al pie del complejo, en el parking de Visitas. Estos muros son los escasos restos de un gran molino en el que se picaba la roca extraída en la cantera para distribuirla en camiones. Algunas empresas constructoras hicieron grandes sumas de dinero con este negocio y, una vez más, nuestras gafas petrológicas nos advierten de la presencia de estas piedras de sangre, incluso en edificios y barrios de Vitoria. 

Barrio “Martín Ballesteros” de Armentia (izda.) y edificio de la calle Ramiro de Maeztu (dcha.).

Estos, al igual que muchísimos otros a lo largo del Reino de España, son los restos silentes de una explotación del hombre por hombre a una escala sin precedentes en nuestra historia. Y así es como, desde la Arqueología, esa ciencia que dedica tantos esfuerzos en descifrar piedras, nos ayuda a acercarnos a un pasado poco conocido, el del Campo de Concentración de Nanclares de la Oca.

Continuará…

Post by Josu Santamarina Otaola (GPAC, UPV/EHU).

miércoles, 9 de enero de 2019

El regreso del patrimonio



El patrimonio ha vuelto y no es necesariamente buena noticia. Cualquiera que lea la sección de política en los diarios se dará cuenta de que, cada vez más, los bienes culturales forman parte esencial de los debates. Es posible que no nos demos cuenta, porque raramente se le llama por su nombre, pero de lo que más se discute estos días es de patrimonio. 

Empecemos por el elemento más vinculado al tema de este blog: el Valle de los Caídos. Se trata al mismo tiempo de una parte del acervo Patrimonio Nacional y de un testimonio incómodo de episodios conflictivos de nuestro pasado reciente: la Guerra Civil Española (es una fosa común con caídos o asesinados en la contienda) y la dictadura (es un monumento creado por el régimen franquista). Quienes se oponen a cualquier modificación del lugar lo hacen con frecuencia aludiendo a su carácter patrimonial, ignorando que en la actualidad todos los expertos aceptan que ningún bien cultural es estático y que la forma en que se percibe y expone al público cambia según cambian las sensibilidades. Y así debe ser. Si no, tendríamos que visitar Altamira en trance y en pelota picada para realizar ritos de caza, en vez de contemplarla como una maravilla estética.

Pero el Valle de los Caídos solo es el elemento más evidentemente patrimonial en una larga lista, que se encuentra mayoritariamente acaparada por las posiciones políticas más reaccionarias. La ultraderecha no para de hablar de los Tercios de Flandes, el Imperio español, la Cruz de Borgoña y Blas de Lezo. Según ellos, se trata de recuperar un legado olvidado o menospreciado (objeto del autoodio característico de los españoles). La afirmación es curiosa y denota un cierto desconocimiento de la realidad. 

https://art.famsf.org/sites/default/files/artwork/anonymous/5076163106620009.jpg 
Tropas españolas masacrando civiles en Naarden, 1572. Imposible no sentirse orgullosos.

Por un lado, no se puede decir que la Monarquía Hispánica se haya postergado en los planes de estudio de secundaria o universitarios. Como estudiante de letras en un instituto gallego y de Historia en la Universidad Complutense, he de decir que los Austrias y los Borbones no brillaron precisamente por su ausencia. Todavía recuerdo la segunda pregunta (de dos) de mi examen de Historia Moderna de España I: política exterior durante la segunda fase del reinado de Felipe II. De las revueltas de los Irmandiños, las obreras catalanas del siglo XIX o la cultura del campesinado vasco, en cambio, nadie me contó nada en el instituto ni en cinco años de carrera, por no hablar de las mujeres en la España medieval o moderna (igual es que las feminazis no existían hace veinte años). 

Por otro lado, podríamos hablar de autoodio sí nos cagáramos en Velázquez, sintiéramos vergüenza de Calderón de la Barca o nos diera asco la lírica galaico-portuguesa. Pero un servidor, que no consigue henchirse de orgullo ante las masacres de españoles por el mundo (para cuando un programa en la tele), es fan de La Vida es Sueño, se le pone la piel de gallina cada vez que ve el retrato de Inocencio X y adora a Martín Códax. Y le encanta el cocido (mucho mejor candidato a plato panibérico que la paella). Ser críticos con una parte del legado histórico de España no significa necesariamente que uno considere que el país donde vive es una mierda integral de principio a fin. 

A los clásicos del patrimonio ultramontano (monumentos franquistas, imperio español), se le añaden en los últimos debates los toros, la caza y los portales de Belén. Aparentemente, si no aprecias estas tradiciones, tienes menos derecho a tu pasaporte del Reino de España. Considerar que las tradiciones mencionadas son compartidas a lo largo y ancho de España es desconocer mucho la realidad del país o bien entender que España es un imperio formado por una serie de provincias vasallas con tradiciones de segunda. Hay muchas zonas donde las corridas de toros no existen y la caza carece de importancia simbólica. Para mí, que soy gallego, el flamenco y los toreros siempre me han parecido una cosa tan éxotica como me imagino que los hórreos y la rapa das bestas lo son para un andaluz o un valenciano.

Por la ley 16/1985, esto es Bien de Interés Cultural por defecto. Las plazas de toros, no. Por ahora.


Uno de las aspectos más llamativas de la cruzada patrimonial de los ultraderechistas es lo parcial que es. La mayor parte de los bienes materiales o inmateriales que se valoran tienen que ver con la religión o la violencia. Lo cual recuerda el viejo lema falangista -mitad monjes, mitad soldados. Todavía no he oído a ningún ultranacionalista español decir que hay que destinar más recursos a promover valores patrios como la música de Gaspar Sanz o la poesía cancioneril del siglo XV, infinitamente más olvidados que los pesadísimos Tercios de Flandes. 

Gaspar Sanz. Español muy español.

El problema no es que debatamos sobre el patrimonio. El problema es por un lado, que solo debatimos sobre un cierto tipo de patrimonio, mientras una gran parte de nuestro legado cultural desaparece o se olvida a marchas forzadas. El problema es también que el debate se realiza en clave esencialista, centralista, estática y excluyente (qué es lo que define auténticamente el ser español).  


Hace años alguien se dedicó a realizar el estudio genealógico de mi familia paterna. Gracias a ello sé que soy muy indigno pariente de un capitán de los Tercios de Flandes de finales del siglo XVI. Otro miembro lejano de la familia, este del XVIII, fue Fray Martín Sarmiento, el principal representante de la Ilustración en Galicia. Mientras los Tercios de Flandes los tenemos hasta en la sopa, la casa natal de Sarmiento se cae a pedazos comida por la maleza. 

Será que la Ilustración no es España.