Ayer estuvimos en Lidice, al ladito de Praga, en la República Checa. En principio puede describirse como es presentado a los visitantes por parte del museo allí situado, es decir, como el lugar en el que se localizaba un pequeño pueblo de unos 300 habitantes (mayoritariamente campesinos, aunque también mineros) que fue arrasado y borrado del mapa en junio de 1942 por parte de los nazis ocupantes de Checoslovaquia. Esta masacre vino acompañada de la deportación de cerca de doscientas mujeres a campos de concentración (como Ravensbrück), la ejecución de otros tantos hombres y el envío de unos cien niños a otros campos y, en algunos casos, al hogar de familias alemanas de las SS para ser “reeducados”. Se hizo bajo el pretexto de que uno de sus habitantes habría participado en el asesinato de Reinhard Heydrich, lugarteniente de Hitler encargado de dominar Checoslovaquia tras su invasión en 1939, cosa que nunca se demostró de manera creíble; por eso muchos dicen allí que se trataba en realidad de un castigo ejemplarizante (repetido en otros casos próximos como Lezaky).
Panorámica del lugar del antiguo Lidice
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Lo que allí se visita hoy (y desde los años 60, cuando el gobierno comunista decide monumentalizar la memoria que desde los años 40 se tenía de este horror, derivada en parte del movimiento Lidice Shall Live) es un gran campo, en torno a un arroyo, en el que no hay nada más que un prado verde, un museo, algunos monumentos conmemorativos (una cruz de madera, algunas estatuas, un recinto de piedra...) y el zócalo de lo que se dice que fue la granja de un vecino en la que se fusiló a los hombres del pueblo; a lo lejos, desde el borde de la cuenca se asoma un bosque más o menos espeso y en los límites con el campo hay un cementerio, además de un nuevo Lidice en la divisoria de aguas. Pero nada más, aparentemente. Luego averiguamos que debajo de ese prado, en las laderas que bajan al arroyo y, más aún, en el fondo de la vaguada se encuentran los escombros del pueblo, sepultados en sucesivos allanamientos y rellenos de las laderas y cuencas, además de una fosa con los restos de los fusilados.
Memorial de Lidice |
Sin embargo, también puede presentarse Lidice como un lugar no-lugar, o como un vacío, aunque sea paradójico. Podría considerarse un típico hiato erosivo, aunque en este caso la falta de sedimentos no es consecuencia de una erosión natural sino de la represión nazi, e incluso se podría decir que no es falta de sedimentos o de un paquete sedimentario (un hiato, en sentido sedimentológico) lo que hay (o no hay), sino una compresión o aplastamiento de la realidad material de cientos de personas en un momento dado. En cualquier caso, es un vacío. Pero, ¿cómo es posible ver (o hablar de) un vacío? El vacío existe, sí; pero el vacío no se puede asir, ni tocar, ni ver. Y, sin embargo, en Lidice está, y se ve, y se toca, y se siente. ¿Me lo puede explicar algún físico? ¿O necesitaríamos más bien a un filósofo? (¿Y si pensamos mejor en la gente...?) Si la nada es nada, ¿cómo es posible que “sea”? Dejémonos de retórica; un inicio (o propuesta) de respuesta ya ha aparecido en este párrafo: el vacío existe porque se construye destruyendo, y la construcción de la destrucción es en este caso, como en otros, una obra política totalitaria, nazi.
Placa conmemorativa y cimientos de la granja en la que fueron fusilados
los cerca de doscientos hombres de Lidice el 10 de junio de 1942
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Esta obra ha consistido en borrar del mapa el pueblo, arrancar de raíz los árboles, fusilar, expulsar, reeducar a la gente y dejarlo todo tapado, cubierto, “como si nunca hubiera existido”. Esto, sin embargo, no llega a ser aún un vacío. El vacío se crea, creo, cuando la gente (mucha gente, interesadamente o no, acaparando o no, o haciéndolo de un modo y también de otro) llama la atención sobre el proyecto totalitario, y mantiene su huella y rastro (que pretenden ser la no-huella y el no-rastro), convirtiéndolos realmente en no-huella, no-rastro, no-lugar. Y así nace el vacío, devolviéndoles a los nazis con su propia fechoría toda su violencia, si bien exacerbada, fagocitando su intención y devolviéndonos su cara más real. Me estremezco, y no tanto cuando no veo nada, sino cuando veo la nada; es algo así como el sentimiento de Atreyu, como de cualquiera, cuando se acerca la Nada en la Historia interminable, esa fuerza que carcome a los seres humanos desde la realidad eliminando la fantasía, el sueño por vivir tranquilxs, en paz. Así que nada: viva el memorial de Lidice, y si no nos dejan soñar nos convertiremos en sus pesadillas, en la latitud que sea.
El hiato de Lidice
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Fotos cedidas por Lucía González y Pedro Zufiría, alumnxs del cole