Los objetos arqueológicos que cuentan las historias más interesantes no son, necesariamente, los más espectaculares. Esto es particularmente cierto en el caso de la Guerra Civil Española. Algunas cosas humildes esconden grandes historias - grandes porque están ligadas a hechos fundamentales de la historia del siglo XX o grandes por lo que tienen de misteriosas e intrigantes. Veamos tres ejemplos:
He aquí una pieza anodina donde las haya: un enganche metálico. Pero no es un enganche cualquiera, sino el de una máscara antigás alemana M-1930, con su pintura Feldgrau original. Apareció en un corral reutilizado como base temporal por un pelotón de soldados franquistas, concretamente parte de las tropas que pararon la gran ofensiva republicana en el Alto Tajuña, en abril de 1938. Las máscaras antigás formaban parte, por lo que se ve, de su equipamiento, pese a que no se llegaron a utilizar - ni aquí ni en ningún otro frente. Al menos para defenderse de ataques con gases tóxicos. No es el único elemento de máscara que localizamos en la zona. De hecho, encontramos con cierta frecuencia filtros, gafas y otras piezas.
Contenedores de máscaras antigás alemanas: en la cinta de tela va el enganche metálico que encontramos.
Después de la Primera Guerra Mundial, el bombardeo químico se convirtió en una fantasía colectiva equivalente al de la bomba atómica después de la Segunda. Escritores de ciencia ficción, políticos y ciudadanos imaginaban grandes metrópolis arrasadas por gases tóxicos y los ejercicios de protección civil se centraban sobre todo en el manejo de máscaras. La catástrofe no llegó a materializarse, como no lo hizo el holocausto nuclear (por ahora). Pero millones de soldados cargaron con un equipo inútil en varias guerras ante la eventualidad de un ataque. No quiere decir eso que el combatiente de a pie tuviera necesariamente miedo de un ataque químico. Hace ya unos cuantos años compré una máscara M-1930 a un veterano de la Guerra Civil Española. Quitándole importancia al artefacto, me dijo: "cuando salíamos corriendo, esto es lo primero que tirábamos".
La siguiente pieza es humilde para nosotros, pero seguramente no para el soldado que la perdió durante los combates de la Enebrá Socarrá, también en el Alto Tajuña en abril de 1938. Es lo que queda de un reloj. El uso de relojes todavía no era habitual en la España de los años 30, al menos en el mundo rural del que provenían una gran parte de los combatientes. Tenemos que hacer un esfuerzo para ponernos en el lugar de esos soldados que no sabían leer o escribir (o apenas), para quienes el espacio se reducía a su pueblo o su comarca y para quienes el tiempo no se medía necesariamente por horas, minutos y segundos.
Para ellos tuvo que ser un shock la guerra moderna, que es inseparable de la cronometría: recordemos el mítico "sincronicemos nuestros relojes" de las películas bélicas, el Día D, Hora H, o las espoletas de tiempos de algunos explosivos (que no dejan de ser relojes mortíferos). La cronometría de la guerra, además, es solo una parte de la obsesión por sincronizar el mundo que caracteriza el desarrollo del capitalismo en el siglo XIX: sin una cronometría exacta no hay ni globalización ni producción en serie.
Los relojes personales se fueron popularizando durante el primer tercio del siglo XX y se convirtieron en una posesión preciada. Tan ligados están a la identidad de una persona que cuando hoy los recuperamos en las fosas comunes llaman nuestra atención tanto o más que los huesos humanos. Se cuenta de algunas personas que tuvieron que comprar el reloj de su familiar a la persona que lo había asesinado - como si compraran un miembro de su cuerpo. Y quizá, en cierta manera, estuvieran comprando una parte de su ser querido.
La última historia no es una gran historia en sentido estricto. Pero es sí es una historia intrigante. Se trata de una estrella metálica de seis puntas. Este tipo de estrella iba prendida en la galleta de pecho que llevaban los alféreces del ejército sublevado. No tendría nada de peculiar si no fuera por el lugar en el que apareció: el fortín de la paridera del Saso, a las afueras de Belchite. Sabemos que esta posición estaba comandada por el alférez Jesús Moreno Corella. Durante los días caóticos de la batalla de Belchite en agosto de 1937 las informaciones sobre el Saso son contradictorias.
Alférez con parche de pecho en el que se puede observar la estrella de seis puntas.
El historiador militar Martínez Bande afirma que la paridera se rindió sin resistencia porque Jesús Moreno fue traicionado por un cabo que lo asesinó y entregó la fortificación al enemigo. En otros testimonios, sin embargo, parece colegirse que sí hubo algún tipo de enfrentamiento. En nuestras excavaciones localizamos numerosos testimonios de combate en forma de casquillos, balas, metralla, espoletas de artillería, granadas de mortero, espoletas de granada de mano, bolas de metrallero y otros elementos bélicos.
Arqueológicamente no podemos decir qué pasó exactamente con Jesús Moreno, pero algo pasó. La estrella aparece al lado de lo que debieron de ser unos pantalones (se conservan las hebillas y un botón) y una cantimplora. Todo está mezclado con casquillos percutidos y espoletas de granada. Es posible que al alférez Moreno lo mataran a la entrada del fortín, donde quizá estuviera dirigiendo la defensa contra el ataque republicano. Quizá lo mató uno de los suyos, como indica el testimonio, o quizá simplemente cayó en la refriega. Por desgracia, la arqueología no es una ciencia exacta. Pero es más que posible que la estrella de seis puntas perteneciera a Jesús Moreno. Y esa estrella es la que hoy hace posible volver a contar su historia.