jueves, 12 de abril de 2012

El olor de la historia


Cuando uno visita un museo, lo que observa tras las vitrinas son objetos pulcros y neutros. Cuesta trabajo pensar que con esos artefactos la gente cocinó, comió, cortó un trozo de pan o mató a otro ser humano. Hay toda una dimensión sensorial que se pierde inevitablemente, aunque algunas iniciativas museísticas actuales tratan de transmitir sensaciones como el tacto, el sabor, el sonido o el olor. El pasado es un lugar extraño también porque huele, suena y sabe diferente.

Cuando estaba organizando las botellas de medicina localizadas en la posición republicana de Alto del Molino para inventario y fotografía, noté una fragancia extraña y familiar al mismo tiempo. Pensé que provendría de alguno de los productos químicos de restauración y limpieza que tenemos en el laboratorio. Pero no era así: el olor emanaba de los trozos de vidrio.

Fui olfateando uno por uno los frascos y descubrí que desprendían olores distintos. Después de casi 75 años bajo tierra todavía conservaban algo de la fragancia original del producto que contuvieron. Me pregunto si algún farmacéutico experimentado podría identificar los medicamentos de este modo. En todo caso, a mí me vinieron recuerdos proustianos de boticas olvidadas, tocadores y droguerías de toda la vida.

Dicen que el olor es el más evocador de los sentidos. Seguramente es también el que puede resultar más desagradable : bajo la lluvia, las letrinas del campo de concentración de Castuera hedían a heces y a orina.

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