viernes, 26 de julio de 2013

De las Brigadas a los Andes (II)


John Murra trabajó en 1942 y 1943 con John Dollard y Ruth Benedict entrevistando a los veteranos de la Brigada Lincoln. En esa época se alistó voluntario para combatir en la IIª Guerra Mundial pero su solicitud fue desestimada por ser persona de lealtad dudosa. Su activismo político y su paso por la guerra civil comenzaban a ser un incordio. En vez de ir al frente impartía antropología en la Universidad de Chicago: Cuando otros fueron a pelear, yo daba clases, explicaba el sistema matrilineal de los Ashanti, declararía años después. La paranoica persecución del macartismo también afectó a este científico, considerado como poco adicto a la Constitución. De hecho, Murra sólo alcanzaría la nacionalidad estadounidense en 1950. Para aquellos que siguen pensando que no existe relación entre ciencia y política, abordamos aquí otra anécdota biográfica sobre este exbrigadista. El lanzamiento al espacio del Sputnik por parte de los soviéticos causó auténtico pánico en el Gobierno estadounidense que destinó miles de millones de dólares a la investigación en ciencia e innovación, a través de la National Science Foundation. Gracias a esta ayuda, Murra desarrolló su proyecto de arqueología de campo de Huánuco Pampa. 

Nuestro compañero Carlos Marín se preguntaba si la experiencia en la guerra civil había condicionado la investigación de estos brigadistas metidos a antropólogos. En el caso de Murra este hecho es corroborado por su propio testimonio. Así por ejemplo, en una entrevista concedida al peruanista John Rowe hace repaso no sólo a su paso por la guerra civil española sino a la propia historia de Centroeuropa en el primer tercio del siglo XX. Citamos ab extenso párrafos de esa entrevista en la que podemos ver reflejada la genial mirada crítica de un individuo que sabía analizar las comunidades humanas, desde las fábricas de Croacia y las cárceles de Rumanía, hasta las propias brigadas internacionales:
A la postre, nunca estudié en una universidad rumana. En mi último año de liceo fui expulsado por pertenecer a las juventudes de la Social-Democracia, una organización legal. Finalmente me presenté a los exámenes nacionales para mi bachillerato como estudiante particular. Mientras tanto, primero en Rumanía y luego en Croacia, mi padre me consiguió trabajo como aprendiz en fábricas de papel. El creció en un orfanato y a la edad de doce años ya había comenzado a trabajar; aunque nunca realizada, su fantasía perenne fue la de convertirse en el primer fabricante de papel para cigarrillos del país. Yo estaba destinado a ser su técnico. En Croacia trabajaban turnos de doce horas con descansos de veinticuatro, lo que les permitía contar con luz solar para atender sus cultivos, día de por medio. En ambas naciones era cosa de rutina que mis compañeros de trabajo me invitaran a sus casas, donde la conversación giraba alrededor de los cultivos, las ceremonias de cosecha, la reforma agraria de 1918. También conocían los sindicatos, legales en Rumanía y clandestinos en Croacia. El trabajo en las fábricas de papel fue una importante experiencia educativa; me gusta pensar que me preparó para el trabajo de campo etnográfico. Conocí la primera generación de trabajadores industriales balcánicos, quienes, en su mayoría, eran campesinos serranos arrancados de sus fincas.
En Rumanía todos los obreros eran varones; en Croacia, país al que yo veía como "europeo", también las mujeres trabajaban en las plantas. El señalar tales diferencias parecía tan natural como la permanente conciencia de la etnicidad: los serbios y los croatas podían hablar el mismo idioma, pero mis compañeros de trabajo constantemente insistían sobre las diferencias. La brecha étnica entre ellos era tan amplia, que no recuerdo situación alguna en la que fuese pasada por alto. Sin embargo, de hecho, se me había preparado desde la infancia para advertir tales diferencias. Sólo las mujeres gitanas vendían maíz y nadie más cargaba bultos sobre la cabeza; el yogur llegaba a casa todas las tardes y sólo los búlgaros lo repartían; los dulces eran hechos por sajones o griegos. Los húngaros de mi edad hablaban rumano con frecuencia, pero ninguno de los rumanos que conocía admitía saber húngaro, a pesar de que entre nosotros vivían tres millones de hablantes nativos de esa lengua. A los dieciocho yo no tenía ni idea de que el clasificar tales diferencias podía ser una ocupación, que uno podía ganarse la vida observando la diversidad étnica. 
También resultaron aleccionadoras algunas breves detenciones entre 1933 y 1934: los prisioneros se segregaban, no sólo por grupo étnico, sino también por credo político. Decenios más tarde, la novela carcelaria de José María Arguedas El sexto me pareció conmovedoramente familiar. El ascenso de Hitler al poder estimuló a la Guardia de Hierro rumana a exigir "pureza racial": se oían muchas versiones de lo que esto podía significar en un país tan multiétnico. Una vez pasé un mes en una cárcel de provincia, donde yo era el único "rojo" entre unos veinticinco miembros de la Guardia de Hierro que acababan de asesinar al primer ministro. Me escapé de algunas de las palizas que se me venían encima cuando se supo que yo era experto en jugadores y tácticas de fútbol.
 
En 1936, nada en la vida académica podía compararse con las exigencias de la política. En el otoño, cuando en las universidades de la nación se inició el reclutamiento para formar una brigada internacional que fuera a la guerra civil española, estaba preparado para enrolarme. Y es justo lo que hice, y fue así como aprendí castellano y cómo llegué a convertirme en estudioso del mundo andino. Tres años más tarde, cuando logré regresar a la Universidad de Chicago, mi interés en la política se estaba desvaneciendo. Pocas experiencias pueden ser más benéficas que la participación en una guerra civil moderna para explorar las realidades del centralismo "democrático" o la presión ejercida por los lazos nacionales y étnicos sobre la posición de clase. Como miembro políglota, aunque subalterno, de la plana mayor de las brigadas internacionales en Albacete, fui testigo de cómo las decisiones que afectaban a miles de personas las tomaban gente que no era española y cuyo rango y autoridad venía de fuera de la República, de sus respectivos comités centrales. Si bien es cierto que en el frente los líderes militares eran frecuentemente promovidos en el campo de batalla y que algunos eran excelentes comandantes, los de la contraparte política eran abrumadoramente incompetentes. De los comisarios británicos, canadienses y estadounidenses a quienes serví durante el primer año de la guerra, sólo retengo a uno en la memoria como capaz de llevar a cabo sus funciones especializadas: Steve Nelson, croata de Pensilvania, cuya autobiografía demasiado desteñida y defensiva, con pretensiones de "historia oral", fue publicada hace algunos años. Se merece algo mejor.
Lo ganado en los dos años de participación en el estado mayor y en la línea de combate (1937-1938) fue una valoración, compartida por pocos académicos, del talento que implica la destreza militar y una permanente admiración por el pueblo español; de haber triunfado la República, dudo que hubiera regresado a los Estados Unidos. Hacia noviembre de 1938, la mayoría de los extranjeros que estaban de nuestro lado y que provenían de países democráticos fueron repatriados; sin embargo, el mayor número de voluntarios era de ciudadanos de regímenes dictatoriales de Europa Oriental, los Balcanes, Italia y Alemania. No se nos admitió en Francia hasta febrero de 1939 y fuimos entonces encerrados tras alambradas de púa en las playas al este de Perpiñan. Después de unos seis meses en varios campos, logré regresar a Chicago.
Los años 30 eran así. Franco representaba no sólo una España en peligro, detrás de él estaban Hitler y Mussolini. Yo tenía sólo 20 años, era más atrevido e ignorante. Pero aprendes muy rápido, sobre todo cuando sales de tu trinchera para atacar mientras el enemigo te espera en la suya con su ametralladora...

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