John Murra trabajó en 1942 y 1943 con John Dollard y Ruth Benedict
entrevistando a los veteranos de la Brigada Lincoln. En esa época se alistó
voluntario para combatir en la IIª Guerra Mundial pero su solicitud fue
desestimada por ser persona de lealtad dudosa.
Su activismo político y su paso por la guerra civil comenzaban a ser un
incordio. En vez de ir al frente impartía antropología en la Universidad de
Chicago: Cuando otros fueron a pelear, yo daba clases, explicaba el sistema
matrilineal de los Ashanti, declararía años después. La paranoica persecución
del macartismo también afectó a este científico, considerado como poco adicto a
la Constitución. De hecho, Murra sólo alcanzaría la nacionalidad estadounidense
en 1950. Para aquellos que siguen pensando que no existe relación entre ciencia y
política, abordamos aquí otra anécdota biográfica sobre este exbrigadista. El
lanzamiento al espacio del Sputnik por parte de los soviéticos causó auténtico
pánico en el Gobierno estadounidense que destinó miles de millones de dólares a
la investigación en ciencia e innovación, a través de la National Science
Foundation. Gracias a esta ayuda, Murra desarrolló su proyecto de arqueología
de campo de Huánuco Pampa.
Nuestro compañero Carlos Marín se preguntaba si la experiencia en la guerra civil había condicionado la investigación de estos brigadistas metidos a antropólogos. En el caso de Murra este hecho es corroborado por su propio testimonio. Así por ejemplo, en una entrevista concedida al peruanista John Rowe hace repaso no sólo a su paso por la guerra civil española sino a la propia historia de Centroeuropa en el primer tercio del siglo XX. Citamos ab extenso párrafos de esa entrevista en la que podemos ver reflejada la genial mirada crítica de un individuo que sabía analizar las comunidades humanas, desde las fábricas de Croacia y las cárceles de Rumanía, hasta las propias brigadas internacionales:
Nuestro compañero Carlos Marín se preguntaba si la experiencia en la guerra civil había condicionado la investigación de estos brigadistas metidos a antropólogos. En el caso de Murra este hecho es corroborado por su propio testimonio. Así por ejemplo, en una entrevista concedida al peruanista John Rowe hace repaso no sólo a su paso por la guerra civil española sino a la propia historia de Centroeuropa en el primer tercio del siglo XX. Citamos ab extenso párrafos de esa entrevista en la que podemos ver reflejada la genial mirada crítica de un individuo que sabía analizar las comunidades humanas, desde las fábricas de Croacia y las cárceles de Rumanía, hasta las propias brigadas internacionales:
A la postre, nunca estudié en una universidad rumana. En mi último año de
liceo fui expulsado por pertenecer a las juventudes de la Social-Democracia,
una organización legal. Finalmente me presenté a los exámenes nacionales para
mi bachillerato como estudiante particular. Mientras tanto, primero en Rumanía
y luego en Croacia, mi padre me consiguió trabajo como aprendiz en fábricas de
papel. El creció en un orfanato y a la edad de doce años ya había comenzado a
trabajar; aunque nunca realizada, su fantasía perenne fue la de convertirse en
el primer fabricante de papel para cigarrillos del país. Yo estaba destinado a
ser su técnico. En Croacia trabajaban turnos de doce horas con descansos de
veinticuatro, lo que les permitía contar con luz solar para atender sus
cultivos, día de por medio. En ambas naciones era cosa de rutina que mis
compañeros de trabajo me invitaran a sus casas, donde la conversación giraba
alrededor de los cultivos, las ceremonias de cosecha, la reforma agraria de
1918. También conocían los sindicatos, legales en Rumanía y clandestinos en
Croacia. El trabajo en las fábricas de papel fue una importante experiencia
educativa; me gusta pensar que me preparó para el trabajo de campo etnográfico.
Conocí la primera generación de trabajadores industriales balcánicos, quienes,
en su mayoría, eran campesinos serranos arrancados de sus fincas.
En Rumanía todos los obreros eran varones; en Croacia, país al que yo veía
como "europeo", también las mujeres trabajaban en las plantas. El
señalar tales diferencias parecía tan natural como la permanente conciencia de
la etnicidad: los serbios y los croatas podían hablar el mismo idioma, pero mis
compañeros de trabajo constantemente insistían sobre las diferencias. La brecha
étnica entre ellos era tan amplia, que no recuerdo situación alguna en la que
fuese pasada por alto. Sin embargo, de hecho, se me había preparado desde la
infancia para advertir tales diferencias. Sólo las mujeres gitanas vendían maíz
y nadie más cargaba bultos sobre la cabeza; el yogur llegaba a casa todas las
tardes y sólo los búlgaros lo repartían; los dulces eran hechos por sajones o
griegos. Los húngaros de mi edad hablaban rumano con frecuencia, pero ninguno
de los rumanos que conocía admitía saber húngaro, a pesar de que entre nosotros
vivían tres millones de hablantes nativos de esa lengua. A los dieciocho yo no
tenía ni idea de que el clasificar tales diferencias podía ser una ocupación,
que uno podía ganarse la vida observando la diversidad étnica.
También resultaron aleccionadoras algunas breves detenciones entre 1933 y
1934: los prisioneros se segregaban, no sólo por grupo étnico, sino también por
credo político. Decenios más tarde, la novela carcelaria de José María Arguedas
El sexto me pareció conmovedoramente familiar. El ascenso de Hitler al poder
estimuló a la Guardia de Hierro rumana a exigir "pureza racial": se
oían muchas versiones de lo que esto podía significar en un país tan
multiétnico. Una vez pasé un mes en una cárcel de provincia, donde yo era el
único "rojo" entre unos veinticinco miembros de la Guardia de Hierro
que acababan de asesinar al primer ministro. Me escapé de algunas de las
palizas que se me venían encima cuando se supo que yo era experto en jugadores
y tácticas de fútbol.
En 1936, nada en la vida académica podía compararse con las exigencias de
la política. En el otoño, cuando en las universidades de la nación se inició el
reclutamiento para formar una brigada internacional que fuera a la guerra civil
española, estaba preparado para enrolarme. Y es justo lo que hice, y fue así
como aprendí castellano y cómo llegué a convertirme en estudioso del mundo
andino. Tres años más tarde, cuando logré regresar a la Universidad de Chicago,
mi interés en la política se estaba desvaneciendo. Pocas experiencias pueden
ser más benéficas que la participación en una guerra civil moderna para explorar
las realidades del centralismo "democrático" o la presión ejercida
por los lazos nacionales y étnicos sobre la posición de clase. Como miembro
políglota, aunque subalterno, de la plana mayor de las brigadas internacionales
en Albacete, fui testigo de cómo las decisiones que afectaban a miles de
personas las tomaban gente que no era española y cuyo rango y autoridad venía
de fuera de la República, de sus respectivos comités centrales. Si bien es
cierto que en el frente los líderes militares eran frecuentemente promovidos en
el campo de batalla y que algunos eran excelentes comandantes, los de la
contraparte política eran abrumadoramente incompetentes. De los comisarios
británicos, canadienses y estadounidenses a quienes serví durante el primer año
de la guerra, sólo retengo a uno en la memoria como capaz de llevar a cabo sus
funciones especializadas: Steve Nelson, croata de Pensilvania, cuya
autobiografía demasiado desteñida y defensiva, con pretensiones de
"historia oral", fue publicada hace algunos años. Se merece algo
mejor.
Lo ganado en los dos años de participación en el estado mayor y en la línea
de combate (1937-1938) fue una valoración, compartida por pocos académicos, del
talento que implica la destreza militar y una permanente admiración por el
pueblo español; de haber triunfado la República, dudo que hubiera regresado a
los Estados Unidos. Hacia noviembre de 1938, la mayoría de los extranjeros que
estaban de nuestro lado y que provenían de países democráticos fueron
repatriados; sin embargo, el mayor número de voluntarios era de ciudadanos de
regímenes dictatoriales de Europa Oriental, los Balcanes, Italia y Alemania. No
se nos admitió en Francia hasta febrero de 1939 y fuimos entonces encerrados
tras alambradas de púa en las playas al este de Perpiñan. Después de unos seis
meses en varios campos, logré regresar a Chicago.
Los años 30 eran así. Franco representaba no sólo una España en peligro,
detrás de él estaban Hitler y Mussolini. Yo tenía sólo 20 años, era más
atrevido e ignorante. Pero aprendes muy rápido, sobre todo cuando sales de tu
trinchera para atacar mientras el enemigo te espera en la suya con su
ametralladora...
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