La calle Cabrales es un vial emblemático del Ensanche gijonense del primer tercio del siglo XX. En un pequeño tramo de este espacio urbano tenemos condensado todo el trauma de la guerra, la represión y la Victoria. Justo enfrente de la iglesia de San Lorenzo (1901) en una bella plaza definida por casas levantadas en ese peculiar estilo modernista norteño, la administración local ha tenido a bien situar una exposición titulada Los desastres de una guerra. Vecinos y turistas se acercan con curiosidad a ver las fotografías de las ruinas generadas por los bombardeos franquistas; en los comentarios de los más jóvenes aparece siempre Siria como referencia.
Los más ancianos no pueden ocultar las lágrimas de un pasado que vivieron de niños, recuerdan muy bien y no quieren transmitir a sus nietos: Que no vuelva la guerra.
La exposición combina fotografías de 1937, páginas de la prensa de la época, dibujos de niños evacuados y testimonios orales recabados por historiadores asturianos. De entre todos ellos traemos aquí la transcripción del testimonio de un refugiado en Francia tras la caída de Catalunya:
Nunca me consentí a mí mismo caer en la desesperación que vi en otros. Siempre tuve claro que la alegría de vivir era mía, y que ni mil derrotas ni ideales pisoteados serían suficientes para quitármela. Y así será hasta que me muera. Por eso cuento a quien me quiera escuchar cómo cruzamos la frontera francesa sin armas pero con una oveja medio podrida al hombro que nos habíamos ido comiendo por el camino y que hizo que durante años fuera incapaz de probar cordero. Porque no quiero recordar la humillación ni el trato despectivo de los gendarmes franceses cuando derrotados, pero no vencidos, cruzamos la frontera. Por eso cuento cómo por primera vez en mi vida yo, que era un gran aficcionado al ciclismo, pude ver el gran Tour de France desde las vallas del campo de prisioneros donde nos habían recluido. Porque no quiero pensar en el hacinamento, la disentería, la falta de agua potable o los piojos de esa playa reconvertida en campo que fue Saint Cyprien. Y, sin embargo, cuento a quien me quiera escuchar cómo aquel ciclista luxemburgués, cuando nos vio detrás las vallas de Gurs, pasó muy despacio en su bicicleta y bordeando el campo, nos dio ánimo, aunque perdiera la oportunidad de ganar la etapa.
La caída de Gijón supuso el fin del Frente Norte. Los sublevados se hicieron dueños del espacio público. Al final de la calle Cabrales, visible desde larga distancia, se ubica el monumento a los Héroes del Cuartel de Simancas, del que ya hemos hablado aquí en otra ocasión. Aún hoy este monumento domina el espacio urbano y sigue recordando a los habitantes de Gijón quién ganó la guerra. En la iglesia de la Inmaculada Concepción todavía se pueden escuchar misas en honor a los caídos en el Simancas y en la División Azul. La memoria de los vencedores se extiende tanto por el espacio público (condenable en una democracia) como por el privado (la Iglesia sabrá lo que hace dentro de las paredes de sus templos).
La calle Cabrales es toda una lección de arquitectura urbana del siglo XX. Los diferentes estilos se van sucediendo en ambas aceras. Muy cerca de la plaza y de la iglesia de San Lorenzo se emplaza el bello edificio de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana. Aquí la policía política del régimen franquista torturaba hasta la muerte. Una placa recuerda el pasado traumático que se esconde tras las paredes de este edificio. Un pasado que se oculta o se obvia en los inventarios y catálogos que recogen la arquitectura moderna de Gijón.
Dentro de la iglesia de San Lorenzo, justo enfrente de la exposición Los desastres de una guerra, se reparten pasquines para informar de la beatificación de los 4 Mártires de Nembra, hecho que tendrá lugar el próximo 8 de octubre. Estos cuatros mártires eran un cura párroco, dos mineros y un estudiante, todos ellos católicos, asesinados por los rojos. Según informan fuentes eclesiásticas, la beatificación es un proceso previo a la canonización. Los beatos fallecen en su archidiócesis, mientras que los santos mueren por pasión universal. Para que se produzca la canonización de un beato es necesario un nuevo proceso y que se reconozcan dos milagros, que tendrán que ser aprobados desde el Vaticano.
Por ahora es imposible normalizar nuestra relación con el pasado traumático de la guerra mientras los ministros y ministras del Gobierno de España (en funciones o no) del Partido Popular únicamente se personen en actos masivos de beatificación y no pisen una sola exhumación de represaliados por Franco. Esto último sí que sería un milagro. Mientras eso no sucede, es importante que en el espacio público se recuerde a aquellos que fueron bombardeados, humillados, torturados y expulsados del país por militares golpistas apoyados por el ejército de Mussolini y la Legión Cóndor de Hitler. Eso lo tenía muy claro el niño asturiano ángel Toribio, de 1º A. No lo parece tener igual del claro el presidente del Gobierno de España.
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