Durante décadas apenas conocíamos
nada de los asentamientos de las comunidades de la Edad del Bronce en el NW de
la Península Ibérica. Estos campesinos primitivos
tenían un régimen de vida nómada/seminómada que les hacía reocupar
periódicamente determinadas zonas como espacio habitacional. El arqueólogo
Fidel Méndez acuñó a mediados de la década de 1990 el concepto de área de acumulación para definir la
huella arqueológica de los poblados de estas gentes: solares en los que se
sobreimponían fosas, agujeros de poste y otras estruturas en negativo, relictos
de ocupaciones periódicas y recurrentes sobre los mismos espacios.
Pasando de la Prehistoria
Reciente a la guerra civil, pero sin abandonar la Arqueología, podemos aplicar
este concepto de área de acumulación a la parte trasera del cementerio viejo de
Castuera. Durante meses y/o años este espacio acogió la fase final de numerosos
episodios de terror. Noche tras noche, el pico y la pala rompían la tierra para
acoger los cuerpos de las víctimas. Fosas, fosas y más fosas, con la misma
orientación en planta, empezaron a
cubrir todo ese espacio. Cada uno de estos cortes en el sustrato rocoso
condensa historias de vida sacudidas por la muerte. Cada una de estas fosas
acumula tragedias sin nombre. Observando la distribución de los once esqueletos
en la fosa 6.1 nos damos cuenta rápidamente de la efectividad y la brutalidad
de una represión llevada a cabo casi a escala industrial. En la memoria
colectiva quedó grabada a fuego la imagen del volquete, de esas camionetas que
basculaban los cuerpos a las fosas como ganado en el matadero.
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