La propaganda fascista asentó el
tópico de las hordas marxistas obsesionadas con la persecución religiosa, con
aniquilar el reino de Dios en la tierra. Todos los republicanos eran unos rojos empeñados en que España dejase de
ser cristiana. Dentro de este contexto, los desmanes revolucionarios al inicio
del conflicto fueron maximizados por el bando nacional consiguiendo el apoyo
tácito de amplios sectores de la población británica, francesa y
estadounidense. La quema de iglesias, los asesinatos de curas y la profanación de
cadáveres fueron pruebas esgrimidas por el nuevo Régimen para condenar el terror rojo en la Causa General al final
del conflicto. Lógicamente esta visión ocultaba una realidad como un templo:
entre las víctimas republicanas de la represión franquista se encontraban miles
y miles de católicos, practicantes o no.
Las familias católicas sancionan
la identidad religiosa de los nuevos miembros de la familia con los rituales
del paso del Bautismo y la Primera Comunión. En esos actos se regalaban al
protagonista colgantes con la cruz cristiana o medallas de determinadas
advocaciones religiosas con una clara intención apotropaica. Durante la guerra
civil el tradicionalismo católico sacó partido a esta costumbre, relatando el
rebote milagroso de las balas en las medallas religiosas, o el heroísmo de los
sacerdotes fusilados esgrimiendo cruces, rosarios y medallas. Incluso soldados
italianos relatan en sus memorias el fanatismo de los requetés que avanzaban a
pecho descubierto con el crucifijo en una mano y el Mauser en la otra. En la fosa 6.1 del cementerio de Castuera uno de los once individuos allí enterrados portaba una medalla de la Virgen del Perpetuo Socorro. En ella se congela la eternidad de un instante, único, definitivo para un hombre sin nombre.
Nadie acudió en su auxilio.
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