Víctima de un bombardeo en el centro de Madrid
El Cerro Garabitas en la Casa de Campo quedó impreso para siempre en la memoria de los madrileños. Símbolo del horror para unos, del ejército liberador para otros, todos o casi todos pensaban que desde allí venían los disparos artilleros que devastaban regularmente las calles de la ciudad y se cobraban numerosas víctimas civiles.
Un testigo afín a los sublevados lo describe como un "cerro desafiador, humoso de cañones", mientras que el historiador franquista Ricardo de la Cierva habla de "Garabitas, erizada de cañones". Luigi Longo, el líder comunista que vivió los bombardeos de Madrid, en cambio, denuncia que "Desde lo alto de Garabitas, potentes cañones que giran sobre plataformas de acero lanzan metódicamente una lluvia de granadas sobre las casas, las plazas y las calles de la ciudad". Y el romancero popular cantaba "Desde Garabitas vienen obuses negros de pena porque destrozan las casas más ruines y más viejas".
Pero en Garabitas nunca hubo cañones. Esto no lo hemos descubierto nosotros, claro. Lo dicta el sentido común militar. En realidad, Garabitas era un observatorio comunicado con bases artilleras que se encontraban a sus pies. Un cerro es mal sitio para situar cañones: además del esfuerzo logístico que supone subirlos y aprovisionarlos, está muy expuesto a los bombardeos aéreos y al fuego de contrabatería. La artillería tiene que emplazarse en lugares donde pueda camuflarse y moverse fácilmente y que se encuentren lo menos expuestos posibles.
Plano de las trincheras franquistas del Cerro Garabitas. Ilustración de Sal Garfi
A. conoce la Casa de Campo como la palma de su mano. Ha vivido en las cercanías desde que era niño y su afición por la historia de la Guerra Civil le ha llevado a recorrer cada trinchera y abrigo del parque. Ha seguido las huellas de los combates a través de las trazas que han dejado detrás -balas, granadas, insignias, trozos de metralla. Y ahora comparte algunos de sus descubrimientos. Por ejemplo, el lugar donde se ubicaban los famosos cañones de Garabitas.
Se encuentran, en realidad, a casi un kilómetro de la cumbre del cerro, no lejos del puente de las Siete Rejas que salva el arroyo Antequina.
La identificación del sitio es evidente: nos hallamos ante varios abrigos en batería de gran tamaño, el suficiente para acoger en su interior piezas de artillería. En los alrededores se observan varias estructuras más, de variadas dimensiones, que debieron de servir para almacenar munición, como refugios de tropa, puesto de mando, etc.
Plano de la base artillera franquista junto al puente de las Siete Rejas. Ilustración de Pedro Rodríguez Simón y Manuel Antonio Franco Fernández
Dos de las estructuras para piezas de artillería
Una somera prospección disipa cualquier duda que pudiera existir sobre la función del sitio: en uno de los abrigos salen a la luz decenas de fundas que envolvían las espoletas Garrido antes de su uso y algunos tapones de transporte de proyectiles de artillería. En otra estructura encontramos varios tapones más y un estopín de la Pirotécnica Sevillana datado en 1937.
Fundas de espoleta (arriba), tapones y estopín (abajo) documentadas en la base artillera
La orientación de la batería, hacia el NE, indica que su objetivo era el barrio obrero de Tetuán, que sufrió duramente los bombardeos franquistas. Cientos de civiles murieron en este vecindario víctimas de los cañones del puente de Siete Rejas.
Niños entre casas bombardeadas en Tetuán de las Victorias
La aparición de varios trozos de metralla cerca de los abrigos indica que los republicanos no se limitaron a soportar pasivamente los cañonazos enemigos, sino que respondieron con fuego de contrabatería.
Metralla recogida en la base artillera
Lo que hemos documentado arqueológicamente es el proceso técnico que se encuentra detrás de los bombardeos de Madrid. El proyectil que revienta una casa en la ciudad requiere de una persona que descargue la granada, desenrosque el tapón, desenfude la espoleta y la enrosque en el proyectil; requiere que alguien cargue la granada en el cañón y que alguien coloque el estopín que inicie la detonación que propulsará el proyectil varios kilómetros hacia Tetuán. Allí matará o mutilará a algún transeúnte que pasee por la calle o herirá o acabará con la vida de algún soldado en su trinchera.
Las armas modernas son sofisticadas. Su funcionamiento depende de procesos técnicos que absorben toda la atención de quienes los llevan a cabo y por lo general involucran a varias personas. Esto es fundamental para disolver la sensación de culpa durante y después de la acción militar. En la batería del puente de Siete Rejas uno simplemente desenfundaba espoletas, otro solo colocaba el estopín en la vaina y el observador en Garabitas era únicamente responsable de marcar un objetivo que a su vez venía dado por el mando ¿Quién es culpable? ¿Todos? ¿Nadie? Y aún hay más. Los soldados que están montando granadas artilleras a los pies de Garabitas no ven niños correr presa del pánico, ni mujeres destrozadas desangrándose en la calle. Ellos solo ven la espoleta, el tapón de transporte, el proyectil, la vaina con la pólvora.
El sociólogo Zygmunt Bauman explica en su libro Modernidad y Holocausto que la violencia del siglo XX se entiende en buena medida por la producción de distancia. La distancia física entre acto y consecuencia hace que nos sintamos menos responsables. El proyectil que se monta en la Casa de Campo tiene que recorrer cinco kilómetros y medio hasta Tetuán para matar. No es como pegar un tiro a alguien en la cabeza. Pero sí es lo mismo.
La distancia se crea de tres maneras. Tecnológicamente -con artefactos que establecen una separación entre ejecutores y víctimas (un bombardero, un cañón)-, geográficamente -al desplazar la barbarie lejos de nuestros ojos (campos de concentración, fábricas en el Tercer Mundo)-, y discursivamente -con conceptos que alejan al otro de la humanidad (rojos, judíos, masones, pero también curas, kulaks o burgueses).
El historiador Sönke Neitzel y el sociólogo Harald Weltzer, en su análisis sobre las conversaciones de soldados alemanes grabadas por los aliados en la Segunda Guerra Mundial, llegan a la conclusión de que para perpetrar atrocidades o participar de forma entusiasta en la maquinaria de guerra alemana no hacía falta ser un nazi convencido. Llegaba con querer cumplir con lo que se percibía como obligaciones militares y sociales. Con la sensación de hacer bien el trabajo, de no defraudar a compañeros y mandos.
Lo mismo sucede en cualquier ejército, opinan Neitzel y Weltzer. Las acciones de los trabjadores y artesanos de la guerra, concluyen, son banales. Tan banales como desenvolver una espoleta, desenroscar un tapón, enroscar una espoleta, colocar un estopín. Fuego.