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viernes, 15 de febrero de 2019

Las huellas del bombardeo


Robert Capa fijó los bombardeos sobre Madrid en nuestra memoria con una imagen: la de unos niños que juegan delante de una casa bombardeada. Es una casa humilde, de ladrillo visto, típica del primer tercio del siglo XX. Típica de barrios populares y de la periferia de Madrid, habitada por un aluvión de gente que acudía a la capital en busca de una vida mejor.

Las casa bombardeada se conserva, milagrosamente, en la calle Peironcely 10, en Vallecas. Digo milagrosamente porque el barrio se transformó sucesivamente durante los últimos 80 años. Primero fue bombardeado y casi no quedó una casa indemne. En la posguerra llegó otra oleada de migrantes que levantaron chabolas en todos los solares disponibles. En los años 60 las chabolas dejaron paso a edificios y se construyó en cada palmo de terreno. 

Pero la casa bombardeada que fotografió Robert Capa siguió en pie. En la actualidad, gracias al esfuerzo ejemplar de la plataforma Salva Peironcely va camino de convertirse en un centro de interpretación sobre el bombardeo de Madrid durante la Guerra Civil. 

Fachada de Peironcely 10, con huellas de impactos selladas.
 
Si es milagroso que se conservara Peironcely 10 con sus cicatrices de guerra, aun es más sorprendente lo que sucedió en el solar vecino. Aquí había antes de la guerra tres viviendas que fueron alcanzadas por las bombas -en las fotografías aéreas de los años 40 se las ve sin techo. Sin embargo, en este caso no se llegaron a reconstruir. Quedaron en ruinas, posteriormente las demolieron y el solar acabó sirviendo de aparcamiento improvisado. Aparentemente no se ve rastro de las antiguas edificaciones, pero una mirada atenta permite apreciar trozos de ladrillo macizo, algún fragmento de loza y, sobre todo, parte de un pavimento de losa hidráulica, característico del primer tercio del siglo XX. Parece poco, pero estamos ante los únicos restos de viviendas bombardeadas en Madrid que se conservan tal cual. Todos los demás edificios que sufrieron estragos durante el conflicto fueron demolidos y se construyó encima o se reconstruyeron. 

Restos de pavimento de losa hidraúlica de una casa bombardeada.

La casa que fotografió Capa representa algo más que la memoria de la guerra: es también la memoria de la clase obrera madrileña. Porque Peironcely 10 no era una vivienda, sino catorce. Catorce hogares de poco más de 20 metros cuadrados, que compartían patios, letrinas y miseria. Y es más que memoria, en realidad, porque hoy 14 familias siguen viviendo aquí y destinando buena parte de sus sueldos a pagar el alquiler de un antro que parece sacado de una novela de Zola o Dickens. El dinero del alquiler es para un millonario que no se molesta en mejorar las condiciones del inmueble en el que malviven sus inquilinos. Eso, también, parece sacado de una novela de Zola o Dickens.

Lo que el señor millonario gana ahora con el alquiler de las infraviviendas es una minucia comparado con la fortuna que podría hacer construyendo pisos en el solar. Y esa era su idea: desahuciar a los inquilinos y levantar un edificio nuevo. Cuando el patrimonio se cruzó en su camino y dio al traste con la operación, decidió vengarse del patrimonio tapando con cal los huecos de metralla.

La Guerra Civil fue muchas cosas. Entre otras, la represalia sangrienta contra la República de una oligarquía que veía menguar sus privilegios. Los sublevados bombardearon casas y personas, pero también un sistema político que buscaba una sociedad un poco más justa. Hoy la oligarquía vuelve a bombardear, sin aviones ni artillería esta vez, porque no le hace falta (aun no). Pero sigue causando muerte y provocando miseria

Y las huellas de sus bombas no las tapan con cal sino con banderas.

miércoles, 9 de enero de 2019

El regreso del patrimonio



El patrimonio ha vuelto y no es necesariamente buena noticia. Cualquiera que lea la sección de política en los diarios se dará cuenta de que, cada vez más, los bienes culturales forman parte esencial de los debates. Es posible que no nos demos cuenta, porque raramente se le llama por su nombre, pero de lo que más se discute estos días es de patrimonio. 

Empecemos por el elemento más vinculado al tema de este blog: el Valle de los Caídos. Se trata al mismo tiempo de una parte del acervo Patrimonio Nacional y de un testimonio incómodo de episodios conflictivos de nuestro pasado reciente: la Guerra Civil Española (es una fosa común con caídos o asesinados en la contienda) y la dictadura (es un monumento creado por el régimen franquista). Quienes se oponen a cualquier modificación del lugar lo hacen con frecuencia aludiendo a su carácter patrimonial, ignorando que en la actualidad todos los expertos aceptan que ningún bien cultural es estático y que la forma en que se percibe y expone al público cambia según cambian las sensibilidades. Y así debe ser. Si no, tendríamos que visitar Altamira en trance y en pelota picada para realizar ritos de caza, en vez de contemplarla como una maravilla estética.

Pero el Valle de los Caídos solo es el elemento más evidentemente patrimonial en una larga lista, que se encuentra mayoritariamente acaparada por las posiciones políticas más reaccionarias. La ultraderecha no para de hablar de los Tercios de Flandes, el Imperio español, la Cruz de Borgoña y Blas de Lezo. Según ellos, se trata de recuperar un legado olvidado o menospreciado (objeto del autoodio característico de los españoles). La afirmación es curiosa y denota un cierto desconocimiento de la realidad. 

https://art.famsf.org/sites/default/files/artwork/anonymous/5076163106620009.jpg 
Tropas españolas masacrando civiles en Naarden, 1572. Imposible no sentirse orgullosos.

Por un lado, no se puede decir que la Monarquía Hispánica se haya postergado en los planes de estudio de secundaria o universitarios. Como estudiante de letras en un instituto gallego y de Historia en la Universidad Complutense, he de decir que los Austrias y los Borbones no brillaron precisamente por su ausencia. Todavía recuerdo la segunda pregunta (de dos) de mi examen de Historia Moderna de España I: política exterior durante la segunda fase del reinado de Felipe II. De las revueltas de los Irmandiños, las obreras catalanas del siglo XIX o la cultura del campesinado vasco, en cambio, nadie me contó nada en el instituto ni en cinco años de carrera, por no hablar de las mujeres en la España medieval o moderna (igual es que las feminazis no existían hace veinte años). 

Por otro lado, podríamos hablar de autoodio sí nos cagáramos en Velázquez, sintiéramos vergüenza de Calderón de la Barca o nos diera asco la lírica galaico-portuguesa. Pero un servidor, que no consigue henchirse de orgullo ante las masacres de españoles por el mundo (para cuando un programa en la tele), es fan de La Vida es Sueño, se le pone la piel de gallina cada vez que ve el retrato de Inocencio X y adora a Martín Códax. Y le encanta el cocido (mucho mejor candidato a plato panibérico que la paella). Ser críticos con una parte del legado histórico de España no significa necesariamente que uno considere que el país donde vive es una mierda integral de principio a fin. 

A los clásicos del patrimonio ultramontano (monumentos franquistas, imperio español), se le añaden en los últimos debates los toros, la caza y los portales de Belén. Aparentemente, si no aprecias estas tradiciones, tienes menos derecho a tu pasaporte del Reino de España. Considerar que las tradiciones mencionadas son compartidas a lo largo y ancho de España es desconocer mucho la realidad del país o bien entender que España es un imperio formado por una serie de provincias vasallas con tradiciones de segunda. Hay muchas zonas donde las corridas de toros no existen y la caza carece de importancia simbólica. Para mí, que soy gallego, el flamenco y los toreros siempre me han parecido una cosa tan éxotica como me imagino que los hórreos y la rapa das bestas lo son para un andaluz o un valenciano.

Por la ley 16/1985, esto es Bien de Interés Cultural por defecto. Las plazas de toros, no. Por ahora.


Uno de las aspectos más llamativas de la cruzada patrimonial de los ultraderechistas es lo parcial que es. La mayor parte de los bienes materiales o inmateriales que se valoran tienen que ver con la religión o la violencia. Lo cual recuerda el viejo lema falangista -mitad monjes, mitad soldados. Todavía no he oído a ningún ultranacionalista español decir que hay que destinar más recursos a promover valores patrios como la música de Gaspar Sanz o la poesía cancioneril del siglo XV, infinitamente más olvidados que los pesadísimos Tercios de Flandes. 

Gaspar Sanz. Español muy español.

El problema no es que debatamos sobre el patrimonio. El problema es por un lado, que solo debatimos sobre un cierto tipo de patrimonio, mientras una gran parte de nuestro legado cultural desaparece o se olvida a marchas forzadas. El problema es también que el debate se realiza en clave esencialista, centralista, estática y excluyente (qué es lo que define auténticamente el ser español).  


Hace años alguien se dedicó a realizar el estudio genealógico de mi familia paterna. Gracias a ello sé que soy muy indigno pariente de un capitán de los Tercios de Flandes de finales del siglo XVI. Otro miembro lejano de la familia, este del XVIII, fue Fray Martín Sarmiento, el principal representante de la Ilustración en Galicia. Mientras los Tercios de Flandes los tenemos hasta en la sopa, la casa natal de Sarmiento se cae a pedazos comida por la maleza. 

Será que la Ilustración no es España.


martes, 11 de diciembre de 2018

Fascismos

 Unos señores enseñan el sobaco en la Rumanía de los años 30. 

La reciente entrada en el parlamento de Andalucía de un partido político de extrema derecha, apoyado por 400.000 votantes, ha provocado un alud de comentarios por parte de políticos y comentaristas de toda índole. Una de las grandes cuestiones tiene que ver sobre si dicho partido se puede denominar fascista o no y si la etiqueta es útil para movilizar al electorado de izquierdas, al de derechas o a nadie.

Parece que se va imponiendo la idea de que usar el término fascista para calificar o descalificar no es acertado desde un punto de vista político y los argumentos propuestos resultan convincentes: para empezar, muchos votantes que no son en principio "fascistas" pueden sentirse tentados a abrazar el concepto simplemente porque si los "rojos" lo consideran un insulto, entonces es que tiene que ser bueno. Conviene recordar que algo parecido ya sucedió en Francia e Italia durante y después de la Segunda Guerra Mundial: los régimenes fascistas atribuían cualquier acto de la resistencia al comunismo. Lejos de restarle popularidad a los partidos comunistas, considerablemente minoritarios, los proyectó por los nubes: en la posguerra obtuvieron excelentes resultados electorales, paradójicamente gracias a la propaganda del Eje. Lo mismo puede suceder ahora, pero a la inversa.

No obstante, una cuestión es que sea útil y correcto utilizar una determinada etiqueta desde un punto de vista de estrategia política y otro muy distinta que sea correcto y heurísticamente útil (es decir, que ayude a resolver una cuestión histórica) desde un punto de vista científico, que es el que le compete a quien esto escribe. 
Más gente enseñando el sobaco. En este caso en Austria.

Cuando pensamos en fascismo nos imaginamos a gente uniformada desfilando ante la mirada de un caudillo totalitario y dispuesta a exterminar a quien se le ponga por delante. Este es el modelo típicamente nazi (y de nazismo de guerra, más concretamente), que es el que acabó ocupando todo el imaginario político del fascismo. Desde nuestra perspectiva resulta totalmente extraño y ajeno a la realidad actual. Pero el fascismo es una ideología heterogénea que fue mutando a lo largo de los años 20, 30 y 40. Algunos elementos básicos permanecieron inalterables y se encuentran presentes en distintos países, mientras que otros son muy característicos de determinados contextos o épocas: el antisemitismo biológico, por ejemplo, es muy alemán y muy poco italiano. En la Marcha sobre Roma de 1922 participaron numerosos judíos y las políticas raciales nazis solo se impusieron en Italia seriamente durante la Segunda Guerra Mundial. Hubo fascismo y movimientos fascistas en  casi todos los países europeos: España, Portugal, Rumanía, Bulgaria, Letonia, Lituania, Austria, Reino Unido, Noruega, Dinamarca, etc. etc. En varios de ellos triunfó: España, Portugal, Rumanía, Lituania y Austria fueron gobernados, al menos durante unos años, por régimenes que adoptaron una ideología fascista. 

Portugueses amantes de las banderas.

Entre los elementos que caracterizaron al fascismo de entreguerras se encuentran los siguientes:

-Militarismo y glorificación de las fuerzas armadas.
-Nacionalismo exacerbado.
-Imperialismo.
-Centralismo.
-Defensa de la homogeneización étnica y cultural del territorio estatal.
-Machismo, defensa de la virilidad.
-Rechazo de la homosexualidad.
-Desconfianza de los políticos.
-Idealización de un pasado supuestamente glorioso.
-Idealización de los valores supuestamente tradicionales de una nación (los cuales incluyen con frencuencia la religión católica: caso de España, Rumanía, Bélgica y Austria).
-Corporativismo (negación de la división de clases: lo que importa es la identidad nacional).
-Anticomunismo.
Banderas típicamente danesas.

Dos elementos que no se encuentran en el discurso político ultraderechista actual y que fueron importantes en el período de entreguerras son la defensa de la dictadura y el caudillismo. Es comprensible: en el momento presente, sería muy díficil que pudiera triunfar políticamente un régimen que abogase directamente por la destrucción de la democracia. No obstante, también conviene recordar que los partidos fascistas que llegaron al poder en los años 20 y 30 tampoco lo hicieron diciendo que iban a acabar con la democracia y a imponer una dictadura caudillista ¡Ni siquiera en España! El golpe a la República de julio del 36 se hizo en nombre de la República. Todos los partidos y movimientos fascistas se fueron radicalizando y desmontando la democracia una vez que llegaron al poder.

Gente de centro saludando en la España de los años 40.
Si dejamos aparte esos dos elementos, el resto de los pilares ideológicos del fascismo señalados arriba son reconocibles hoy en día, Y en buena medida el elemento vertebrador de todos ellos es el mismo: el antimodernismo.

El fascismo, como ya reconoció el historiador de derechas Ernest Nolte, es ante todo un movimiento antimoderno. De ahí que las propuestas del fascismo parezcan siempre más destructivas que propositivas: anti-semitismo, anti-comunismo, anti-liberalismo, anti-parlamentarismo.

 Votantes enfadados en la Inglaterra de entreguerras.

¿Por qué el fascismo es antimoderno? Porque la modernidad representa cambios que buena parte de la población no está dispuesta a digerir. El fascismo surge en momentos en que una parte de la ciudadanía se siente amenazada y frágil por motivos reales (crisis económica, nacionalismos centrífugos) o ficticios (invasión de otros pueblos, pérdida de prestigio de la nación). Frente a ello, el fascismo ofrece orgullos y certezas eternos. Estos orgullos tienen la ventaja de ser intangibles y no requerir de mayor esfuerzo (ser alemán, católico, blanco, europeo, etc.). Como tienen que ver con la identidad, el pasado desempeña un papel prepoderante. Pero no un pasado cualquiera: un pasado de expansión territorial y de violencia. Los nazis podrían haber puesto el énfasis en Gutenberg, Kant o Lucas Cranach y los portugueses en Gil Vicente. Pero no es la historia de los triunfos culturales la que interesa al fascista, sino la historia de la imposición sobre otros: la dominación. Por dos motivos: por pura ignorancia (todos los portugueses conocen el Imperio portugés pero muy pocos han leído a Gil Vicente) y por que es típico de quien se siente inseguro admirar la dominación. 

Un señor de ideología conservadora en Bélgica, concretamente el fundador del Rexismo.

Los años 20, que es cuando comienza a crecer el fascismo, son también los años en que avanzan los derechos de las mujeres, crece la secularización de la sociedad y el laicismo, el pacifismo, los derechos sociales. Muchos de los valores que hoy rigen en nuestras sociedades se desarrollaron en esos años. Y muchas personas, claro está, se sintieron amenazadas. Que las mujeres pudieran votar o los judíos ir a la universidad solo podían llevar a la destrucción del país. Hoy en día asustan los gays y los inmigrantes. También ponen en riesgo la esencia de la nación.
Que levanten la mano los de centro-derecha (Países Bajos).

¿Es la ultraderecha actual fascista? Desde un punto de vista histórico, las coincidencias entre la ideología antimoderna del presente y la de entreguerras son muy llamativas. Para un historiador que estudie los siglos XX y XXI en perspectiva, le resultará bastante complicado diferenciarlas ¿Debemos pues utilizar el término fascista o neofascista, desde un punto de vista histórico, para referirnos a la ultraderecha actual? Posiblemente no, por una cuestión puramente práctica. El término se ha manoseado tanto, especialmente por parte de una izquierda para la cual fascista incluía a cualquiera que se desviara ligeramente del dogma, que probablemente haya perdido su capacidad explicativa. El término, en cualquier caso, es lo de menos. Lo importante es que el contenido ideológico y las razones detrás del surgimiento de la ideología no difieren sustancialmente.
 
Otro señor de ideología conservadora (Suecia).

Se repite mucho estos días que en Andalucía no hay 400.000 fascistas. Si con ello se pretende decir que no hay 400.000 personas dispuestas a construir campos de concentración con sus propias manos y a fusilar gente por las calles, es muy posible que tengan razón. Pero desde este punto de vista, tampoco había 17 millones de fascistas en la Alemania de 1933, que es el número de personas que votaron a Hitler, ni 4,6 millones en Italia, que fueron los votantes de Mussolini en 1924. Lo que pasa es que los fascistas no son solo los psicópatas dispuestos a masacrar al chivo expiatorio de turno (una minoría ínfima incluso en la Alemania nazi). Fascistas son los que odian, los inseguros, los que se sienten amenazados y todos aquellos que dejarán hacer cuando los fascistas de uniforme y brazo en alto comiencen a actuar en serio.    

miércoles, 24 de octubre de 2018

La guerra es esperar


En su libro El tiempo regalado, Andrea Köhler nos recuerda que la vida es esperar y el esperar  -terrible o gozoso, largo o breve-está entretejido no solo de tedio, sino de emociones (miedo, angustia, amor, deseo). Los arqueólogos sabemos bastante del tema, porque nuestro trabajo consiste, en buena medida, en eso: esperar -a que las cosas vayan emergiendo lentamente de la tierra, a que tomen forma y tengan sentido- pero también en documentar la espera, los tiempos muertos de la vida.

Es interesante que en castellano, catalán y galaico-portugués existe una sola palabra "esperar" para referirse a dos cosas distintas: "Tener esperanza de conseguir lo que se desea" (desear, ansiar, anhelar) y "esperar a que llegue alguien o algo, o a que suceda algo". La emoción forma parte de la espera. En cambio, en alemán, inglés, francés, italiano y otras muchas lenguas se separa la experiencia espacio-temporal de la emocional (warten/hoffen, wait/hope, attendre/espérer, aspettare/sperare).



La guerra es una larga espera. Y el verbo en las lenguas romances ibéricas sirve mejor para expresar lo que ello significa. Lo que descubrimos con nuestro trabajo arqueológico son las ruinas de la espera y de la esperanza: ¿qué es un refugio de tropa si no un sitio donde se espera (se aguarda y se anhela)? O un paredón o el borde de una fosa: el lugar donde esperar ya solo significa aguardar el fin.

En ningún sitio se espera tanto como en la guerra y toda la historia de una guerra se puede contar en sus esperas.

Esperar el rancho.
Espera un ascenso.
Esperar agazapado al enemigo en la trinchera.
Esperar una orden.
Esperar una carta (no cualquier carta, una carta).

Esperar noticias del frente.
Esperar noticias de casa.
Esperar el cambio de guardia.
Esperar la hora del descanso.
Esperar la hora del combate.

Esperar que termine un bombardeo con los nervios hechos trizas.
Esperar el relevo en primera línea con los nervios hechos trizas.
Esperar que tu camarada acabe de morirse.
Esperar que el herido en tierra de nadie acabe de desangrarse.
Esperar que no te tengan que amputar una pierna. 
Esperar el turno para que te amputen una pierna.


Esperar tu turno en un prostíbulo.
Esperar que hoy no te violen.
Esperar el momento de huir.
Esperar que hubiera un error, que no fuera tu marido.

Esperar que acabe la guerra.
Esperar que no acabe la guerra.

Esperar que vuelva tu hijo, tu novio, tu hermano.
Esperar que vuelva entero.
Esperar el momento de vengarse.
Esperar el último barco.
Esperar que acaben de pegarte.
Esperar la próxima paliza.
Esperar que pase la noche.

Esperar que vuelvan a pasar de largo.
Esperar que te lleven a otra cárcel, a otro campo, a cualquier lado, con tal de seguir vivo.
Esperar que llegue una contraorden en el último minuto.
Esperar las balas del pelotón de ejecución.
Esperar el tiro de gracia.
Esperar cuarenta años a que acabe la dictadura.
Esperar ochenta años para que te exhumen tus bisnietos.
Esperar justicia.
Esperar reparación.
Esperar.

sábado, 13 de octubre de 2018

Un imperio de mentira


Uno de los pilares de la ideología franquista fue el Imperio. Para el nacional-catolicismo, el Imperio de los siglos XVI al XVIII había sido la época más gloriosa de la historia de España, no solo por el hecho de que nuestro país se hubiera convertido en la primera potencia mundial, dueña de medio orbe, sino por el espíritu que lo había hecho posible. Dado que recuperar el imperio a mediados del siglo XX era una cosa un pelín complicada, se podía al menos recuperar el espíritu imperial. Y para eso se creó una cultura material en la que dominaban los símbolos del imperio (con el águila ominpresente), se crearon novelas y películas y se adoctrinaba a los niños en las escuelas. 

Uno pensaría que en la democracia esta ideología chovinista y agresiva habría desaparecido. Pero como tantas otras cosas que sucedieron en la Transición, realmente no pasó a mejor vida, sino que entró en hibernación o se transformó en otras cosas. Así, en la ley 18/1987 en los que se establece el 12 de octubre como fiesta nacional, se dice que dicha fecha conmemora el inicio de "un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos". Una forma muy delicada de referirse a un proceso de explotación colonial como cualquier otro. Al igual que Francia, España nunca ha revisado en serio y de forma crítica su historia colonial y esto explica que cada cierto tiempo resurja con sus mitos y sus victimismos ("los otros países nos odian porque nos tienen envidia"). 

Desmontar dichos mitos requerirían mucha letra y este blog no es el sitio para hacerlo. Me gustaría sin embargo señalar dos leyendas tremendamente recurrentes, cuyo origen se encuentra en el franquismo y que se han vuelto a poner de moda con el resurgir del nacionalismo español y más recientemente con motivo del 12 de octubre.

Mito 1. Los españoles eran colonizadores "buenos" porque no eran racistas y se mezclaban con la población local, al contrario que los colonizadores "malos" del norte de Europa.

Se podría criticar el significado real de dicho mestizaje (violaciones, servidumbre con obligaciones sexuales, matrimonios forzados, etc.), pero quizá sea más interesante desmontar la segunda parte del mito. Los españoles no se acostaban con indígenas ni más ni menos que el resto de los colonizadores conocidos. Los holandeses dieron lugar a los basters en el sudeste de África (una mezcla de boers y khoikhoi), los franceses se mezclaron tan a fondo con los aborígenes de Canadá (wabanaki,algonquinos, cree, ojibwe, etc.), que dieron lugar a un nuevo grupo étnico, los métis ("mestizos"), hoy reconocido como una nacionalidad más del país. 

Basters en Nambiia a mediados del siglo XX.

Y en el sur de Estados Unidos, los creoles de la Luisiana son un popurrí de franceses, españoles, indios y africanos. Los británicos de la Compañía de las Indias Orientales tuvieron sistemáticamente concubinas locales e hijos mestizos hasta la época del Raj (1858-1947), en la cual decayó la práctica. En Norteamérica, los ingleses, alemanes y otros pueblos del norte de Europa mantuvieron sistemáticamente relaciones sexuales (y familiares) con los indígenas, lo que explica que existan muy pocos nativos "puros" en el país: el 75% de los cheroquis solo tienen un cuarto de parentesco aborigen. Los holandeses, nuevamente, se arrejuntaron muy a gusto con los indonesios y dieron lugar a los denominados indo, que actualmente son unos tres millones en el país y cerca de 700.000 en los Países Bajos.

Mito 2. Los españoles eran buenos colonizadores porque no exterminaron a la gente, no como los colonizadores malos del norte de Europa que arrasaron a todo el mundo. Prueba de ello es que en territorio colonizado por españoles hay muchos indígenas y en territorio colonizado por otros europeos, pocos.

Los españoles eran igual de cabrones que cualquier hijo de vecino en el siglo XVI. La desaparición o no de poblaciones indígenas tiene poco que ver con su ética y mucho con diversas circunstancias culturales, políticas y económicas. Las sociedades americanas centralizadas con millones de habitantes, como los aztecas o los incas, que es en las que piensa la gente normalmente, sobrevivieron sin mayor problema el embate colonial. Murieron millones a causa de epidemias y de violencia, pero eran muchos, así que salieron adelante. 
 Indígenas muriendo de una epidemia de viruela en el México colonial.
 
Las sociedades tribales descentralizadas con pequeños contingentes de población desaparecieron en masa: esto es lo que pasó en las Antillas. Por eso Haiti o Cuba están llenas de negros, pero es más difícil encontrar un indígena taíno que un demócrata en un mitin de Vox. Con los ingleses sucede lo mismo: en Norteamérica desaparecieron las sociedades de carácter tribal, que eran las que ocupaban la mayor parte del territorio (en Norteamericana, al contrario que en Mesoamérica y América del Sur no se desarrollaron estados centralizados). Allí donde había formaciones sociales más complejas (aunque no estatales) y con mayor demografía, pudieron contarlo: caso de los denominados indios pueblo (keres, tiwa, hopi, etc.) del suroeste de los Estados Unidos. Los cuales por cierto, nos querían tanto que en 1680, durante la época de control español, se cargaron a 400 españoles, echaron al resto y mantuvieron la independencia durante doce años.

Conviene tener en cuenta un segundo punto. Se compara de forma errónea el colonialismo español del siglo XVI y XVII con el colonialismo europeo del siglo XIX. Son fenómenos distintos. El mestizaje y la convivencia fueron habituales hasta finales del siglo XVIII independientemente del pueblo colonizador. Durante el siglo XIX, sin embargo, surge el racismo biológico, lo que explica que la segunda oleada colonizadora que se desarrolla desde mediados de esa centuria sea mucho menos mestiza y bastante más excluyente y exterminadora. Para entonces España era una potencia colonial en declive, así que es difícil comparar. Los únicos territorios que ocupa nuestro país entonces son minúsculos, caso de Guinea Ecuatorial. La colonización a principios del siglo XX en esta región, sin embargo, tuvo tintes auténticamente genocidas y fue considerablemente más brutal que la británica de Nigeria (por ejemplo), aunque no tanto como la del Congo belga.

En conclusión: si agitáramos menos banderas y leyéramos más libros nos iría mucho mejor a todos.

jueves, 11 de octubre de 2018

El gran espectáculo del fascismo

Solo falta King Kong. Foto sin fecha del Valle de los Caídos. Patrimonio Nacional

El fascismo no se puede comprender sin su materialidad. Si los distintos regímenes fascistas no hubieran desarrollado estrategias materiales tan espectaculares y convincentes, quizá no hubieran tenido el éxito que llegaron a tener. Se ha hablado con frecuencia de lo bien coreografiadas y escenografiadas que estaban las grandes celebraciones nazis. Y es verdad. Los estetas del régimen claramente sabían lo que hacían: sin necesidad de djs ni de pastillas lograban poner a cien a las masas, las hacían entrar en un éxtasis colectivo tras el cual se les podía pedir cualquier cosa -que aceptaran una dictadura, una guerra mundial o un genocidio. 

En esta cultura del espectáculo fascista tienen mucho que ver dos cosas estrechamente relacionadas: el desarrollo masivo de la cultura popular desde finales del siglo XIX y las tecnologías de la Segunda Revolución Industrial (como el cine, la radio y la electricidad). Existe un tercer elemento que resulta bastante paradójico: la expansión de la democracia. Hasta mediados del siglo XIX la gente de a pie contaba bastante poco, porque su capacidad de influir en la vida política era muy limitada (salvo en los excepcionales momentos revolucionarios). Sin embargo, a partir del último cuarto del siglo XIX el sufragio universal masculino se vuelve cada vez más común, surgen los partidos políticos modernos y con ellos la propaganda: es necesario convencer a la gente de que es mejor que les gobierne fulanito y no menganito. Y en esta labor de seducción no valen solo buenas ideas. Los colores, la música, los esloganes, los logos resultan esenciales: entre otras cosas porque la población iletrada era todavía muy numerosa.

El desarrollo de la cultura de masas, las tecnologías audiovisuales y la democracia representativa vienen de la mano de un cuarto fenómeno: el consumo capitalista. Las industrias producen mucho y a bajo precio. Los ciudadanos de occidente pueden acceder a productos nunca antes soñados. La competición entre empresas es feroz. Surge la publicidad.

Sin esta combinación de factores no se entiende el espectáculo del fascismo. Pero tampoco se entiende a Trump ni a Bolsonaro, herederos del populismo reaccionario de los años 30.

El fascismo italiano y el nazismo alemán desarrollaron sofisticados espectáculos de luz y de sonido que poco tenían que envidiar a las películas de Hollywood de la época. Y de hecho, ambos regímenes invirtieron grandes sumas de dinero en la industria cinematográfica. No es casual que la compañía pública de cine en época de Mussolini se llamara "luz" -LUCE (L'Unione Cinematografica Educativa). Los juegos de claroscuro ofrecían dramatismo y sensación de gravedad a las ceremonias políticas (que contrarrestaban la banalidad de las ideas). Por ese motivo fueron explotadas hasta la saciedad por los totalitarismos.


No se ha avanzado tanto en el estudio de la estética política del franquismo como en las de la Alemania y la Italia de la época. Pero las influencias fascistas son evidentes. Quizá en ningún sitio son tan claras como el Valle de los Caídos, una compleja escenografía que bebe del paisajismo nazi -el cual, por cierto, sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se acabó utilizando para construir memoriales... ¡en los campos de exterminio nazis!

Aunque la estética fascista se puede percibir en el valle un día cualquiera, en la imagen que ilustra esta entrada queda si cabe mucho más de relieve. El juego de luces y sombras recuerda enormemente a la entradilla de las producciones de LUCE que reproducimos más arriba. Como todo en el franquismo, la experiencia catártica político-religiosa fascista toma aquí un carácter fuertemente católico. Parece que estamos a punto de contemplar una epifanía divina. Lo cual encaja perfectamente con la idea de que Franco era caudillo por la gracia de Dios. Si la leyenda en las monedas no lo convencían a uno del todo, ahí estaba el espectáculo del Valle para completar el trabajo. 

He aquí pues uno de los problemas del fascismo. Y es que mola. Escenarios monumentales, muchas banderas, gritos al unísono, música a todo volumen, colorines, ideas simples, chivos expiatorios ¿Qué más se le puede pedir a la política?

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Falasca-Zamponi, S. (1997). Fascist spectacle: the aesthetics of power in Mussolini's Italy. Berkeley: University of California Press.

Van der Laarse, R. (2015). Fatal Attraction. Nazi Landscapes, Modernity and the Holocaust. En Landscape biographies: geographical, historical and archaeological perspectives on the production and transmission of landscapes, 345-375. Amsterdam: Amsterdam University Press

Gracias a Luis Antonio Ruiz Casero por poner en mi conocimiento la existencia de la foto del Valle iluminado.

sábado, 28 de julio de 2018

Marketing de combate

Propaganda de González-Byass. Museo de la Batalla del Jarama.
 
Las empresas capitalistas se ajustan a la realidad política del momento. Si hay monarquía, monarquía, si cae el rey, pues república, y si no, dictadura. Buen ejemplo del marketing orientado al momento político es la publicidad de la inmediata posguerra. 

De repente, todas las empresas se pusieron a saludar al Caudillo y a dar gritos de ¡Arriba España! No es que no fueran honestos, ojo. Muchos empresarios simpatizaban, como es natural, con el nuevo régimen. Pero independientemente de ello, es probable que también vieran el potencial económico de congraciarse con la dictadura, porque pronto iba a empezar el reparto de prebendas. 

El periodista Pedro Montoliú nos habla de este frenesí de marketing franquista que se vivió en abril de 1939:

Calzados La Imperial saludaba a sus clientes de toda España con los gritos de rigor "Franco, Franco, Franco ¡Arriba España!" y también el Vino Quinado, la compañía general de seguros Hispania o las cervecerías Alaska y Alemana gritaban "¡Arriba España!" y "la casa Lhardy que el Año de la Victoria celebra su primer centenario saluda a su distinguida clientela al iniciar sus operaciones después de la Gran Victoria".

La exaltación fue de tal envergadura que el 8 de julio el jefe del Movimiento en Madrid tiene que afirmar que "no es elegante utilizar como reclamo mercantil las figuras gloriosas del Movimiento Nacional". 

En realidad, los lemas políticos en los productos ya abundaban durante la contienda. Aparecieron entonces el coñac Requeté y el oloroso Falange Española.  E incluso antes de la guerra: los vaivenes políticos en la región de Jerez se dejaron sentir desde la proclamación de la República, cuando algunos bodegueros cambiaron la bandera de la etiqueta y eliminaron coronas reales y menciones al monarca.

No todo era fervor ideológico: la adhesión reportaba grandes beneficios económicos, como se puede observar a pie de trinchera. Las fortificaciones de los sublevados están tapizadas de trozos de vidrio de botellas de vino, jerez y brandy. En las que hemos estudiado, la gran mayoría se la reparten dos compañías: Pedro Domecq y González-Byass. 

 Restos de botellas de Pedro Domecq y González Byass en el Clínico.

Imagínemonos el negocio que supone suministrar hectólitros de alcohol a un ejército de cientos de miles de soldados. No es que los bodegueros fueran precisamente pobres antes de empezar el conflicto, pero este les supuso unos réditos económicos superlativos. Garantizados, además, por la supresión de los derechos laborales de los trabajadores. 


De hecho, ambos empresarios se pusieron inmediatamente al servicio de una sublevación que solo podía reportarles beneficios. A la famosa botella de Tío Pepe (de González Byass), cuyo diseño es de 1935, la reclutaron en el Ejército Nacional. En la imagen superior se la puede ver avanzando por un campo de escombros para llegar hasta Azaña. "El Tío Pepe es el vino / de los soldados de España", se lee en el cartel. Y nuestras excavaciones en el Clínico le dan la razón. Otra versión del cartel afirma que Tío Pepe es "lo único que no han podido destruir los rojos". González Byass incluso sacó series conmemorativas de la defensa del Alcázar:



"Imperial Toledo. Vino de Héroes".

En la Suscripción Nacional realizada en junio de 1938 para apoyar a la causa franquista, los González Byass destacaron por su generosidad. Lo sabemos porque se publicaban las contribuciones más importantes, con el fin de animar a otros posibles donantes. La familia cedió una copa repujada en oro de 10 kilos. Una nadería comparada con los beneficios que le tuvo que reportar el avituallamiento del ejército sublevado.


La primera víctima de la guerra es la verdad, dice la famosa frase. La segunda, aparentemente, el marketing.

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Montoliú, P. (2005). Madrid en la posguerra 1939-1946: los años de la represión. Ediciones Sílex.

Prado Herrera, M. L. de (2012). La contribución popular a la financiación de la Guerra Civil: Salamanca, 1936-1939. Ediciones Universidad de Salamanca.
 

sábado, 14 de julio de 2018

El nacionalismo y la guerra

 Una casa no nacionalista (c) El País.

En los últimos meses se ha hablado mucho de nacionalismo en España. En general, la idea que prevalece es que el nacionalismo equivale a xenofobia, racismo, autoritarismo y guerra. Indudablemente, los sentimientos nacionales han ido con frecuencia aparejados a todos estos fenómenos, pero la realidad es bastante más compleja. Porque nacionalismo es el separatismo corso, el nacionalsocialismo de Hitler, la violencia de los ustachas croatas y la UPA ucraniana o la lucha pacífica de Gandhi por independizar la India del Imperio Británico. Si vamos al debate de los números, que tanto le gusta a la extrema derecha, convendría recordar que la suma de todas las guerras separatistas del siglo XX arroja un balance de unos cuatro millones de muertos (desde las guerras balcánicas de los años 10 hasta las más recientes de los años 90, pasando por los secesionismos de Biafra y Sudán del Sur), mientras que las dos guerras mundiales, en cuyo origen desempeñó un papel fundamental el nacionalismo de Estado, suman cerca de 90 millones de víctimas mortales. 

De hecho, una de las cosas que se tienden a olvidar en las tertulias periodísticas y las discusiones de bar (valga la redundancia) es que el nacionalismo no es un fenómeno exclusivo de pequeñas regiones que se quieren independizar. La primera definición del concepto que ofrece el diccionario de la Real Academia de la Lengua es "Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia". Desde ese punto de vista, me atrevería a decir que hay más nacionalistas en los barrios madrileños de Chamberí o Argüelles (por el número de banderas por balcón) que en buena parte de Cataluña o el País Vasco. Lo que pasa es que el término nacionalismo se ha convertido en un insulto que se utiliza para criticar los sentimientos nacionales de los demás. Desde la perspectiva de la ciencia política, que es la que nos interesa aquí, tan nacionalismo es el centrífugo como el centrípeto.

Todo esto viene a cuento de un pequeño gran hallazgo efectuado en la excavación esta mañana. Se trata de una insignia con la bandera de la Falange y la bandera de España que ha aparecido casualmente (o no tan casualmente) a apenas dos metros de donde el año pasado recuperamos una insignia con el yugo y las flechas. 



 La insignia de la excavación y tal y como sería originalmente (c) todocoleccion.


La Falange tenía un fuerte componente nacionalista. De hecho, constituía uno de los pilares de su ideología. Y eran claves en su idea de la nación el elemento castrense e imperial. Los de Falange aspiraban a "ser padres de generaciones que sueñen con el dominio de la tierra" (palabras de Dionisio Ridruejo), una idea que encontraba eco entre los partidarios de Mussolini y el nacionalsocialismo. Precisamente esta ambición les llevaba a rechazar las formas de nacionalismo tradicional, típicas del siglo XIX, representado por estatuas y fiestas, que consideraban derrotista, pseudo-patriótico, "pueril y femenil en sus aspectos seductores" (1). Era el tipo de nacionalismo, sin embargo, que tenía mayor arraigo entre los conservadores de la época (que apoyaron el golpe de julio del 36). 

En lo que estaban de acuerdo falangistas y conservadores era en que el enemigo número uno eran los nacionalistas periféricos. De ahí que se considerara la lucha en el País Vasco y sobre todo Cataluña como una guerra de reconquista. La propaganda lo deja bien claro, como se puede ver en estos pasquines, a los que ya nos hemos referido en otra ocasión:

 

La guerra de España tuvo muchas facetas. Fue una guerra de clase y de religión, pero también fue una lucha entre nacionalismos -entre ideas incompatibles de nación. Pero el nacionalismo que introdujo los tanques en el debate no fue el de las periferias, sino el del imperio hacia Dios. Se dice mucho estos días que el nacionalismo es la guerra. Y con frecuencia es verdad. Pero igual no es el nacionalismo en el que ellos están pensando.
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(1) Saz, Ismael. España contra España: los nacionalismos franquistas. Marcial Pons Historia, 2003.








 




 

domingo, 22 de octubre de 2017

¿Cómo comienza una guerra?


Con mucha frecuencia la gente nos pregunta, o más bien se pregunta retóricamente ¿cómo pudo empezar la Guerra Civil? ¿Qué llevó a los españoles a matarse en masa? La respuesta más fácil y una de las más populares es que fue una locura colectiva. Pero desgraciadamente no es verdad. Aquí siempre hemos insistido en que las ciencias sociales tienen como objetivo explicar (o ayudar a comprender) los fenómenos sociales, por eso son ciencias. De ahí que la imagen de la locura transitoria no nos parece que ayude a clarificar mucho el pasado. Y tampoco el presente.

Es díficil explicar cómo empiezan las guerras. Cada guerra es única, porque en ella se conjugan factores históricos peculiares. Por eso, también, es difícil predecir cuándo va a comenzar un enfrentamiento bélico. Como sucede con los economistas, los que estudiamos la historia somos bastante buenos explicando lo que ya ha pasado, pero muy malos adivinando el futuro.

Por desgracia, la crisis por la que pasa España en este momento nos ayuda un poco a entender cómo empiezan los conflictos armados. También a entender cómo no empiezan, porque en España no va a haber una guerra, eso está claro. Nos encontramos en un ambiente muy tenso, donde cualquier juicio u opinión desencadena una inusitada violencia verbal por un lado o por otro. Enseguida queda uno encasillado en un bando. Por eso aquí evitaré emitir ningún juicio sobre la razón de ninguna de las partes implicadas, sobre las bondades de la unidad de España o de la Cataluña independiente. Creo que ambas posturas pueden ser defendidas legítimamenete y de forma argumentada, pero no es mi tarea como investigador del pasado -y menos aún como arqueólogo- el opinar sobre la forma en que debe organizarse nuestro país.

Pero sí creo que, como científico social, puedo reflexionar sobre cuestiones más generales. Que es de lo que se trata en esta entrada ¿Qué favorece que se desencadene la violencia colectiva?

Habría que comenzar diciendo que el ambiente tenso al que me acabo de referir es, en sí mismo, característico de situaciones prebélicas. Lo que no quiere decir que lleve a la guerra. Existen ocasiones donde la situación ha sido extremadamente tensa y los discursos muy agresivos sin que se haya producido una guerra (pensemos en el caso de la crisis de los misiles en Cuba, en 1962). Pero desde luego ayuda: la Radio Mil Colinas, que se dedicó a inflamar los ánimos de los hutus antes del genocidio, tuvo un papel clave en la masacre de Ruanda en 1994.


Es característico de situaciones prebélicas también que se extienda la idea de que la palabra ya no sirve. Que se ha acabado el momento del diálogo y que hay que pasar a la acción. Lo que no quiere decir que la ruptura del debate político lleve necesariamente a la guerra. Pero nuevamente, ayuda mucho. Recordemos la Guerra de Irak y el deseo del gobierno de Bush por acabar con las negociaciones, contra el juicio de la ONU y sus expertos.

Es típico también de ambientes previos a un conflicto armado que la gente enarbole banderas, cante himnos, repita eslóganes, demonice al contrario, lo perciba como un enemigo al que hay que vencer y no convencer. Lo que no significa que este ambiente más propio de un estadio de fútbol que de una democracia conduzca a un enfrentamiento armado. Porque aquí no va a haber un enfrentamiento armado. 

En España no va a haber una guerra. Pero no porque no exista el ánimo en muchos de someter al contrario o imponer su verdad por la fuerza, sino porque las guerras requieren de la conjunción de más factores que el voluntarismo de los patriotas, por muchos que sean estos. Elementos fundamentales, por ejemplo, en el caso de los conflictos civiles, son la división de las fuerzas armadas, la quiebra institucional y el colapso del Estado, como ha recordado hace poco el historiador Julián Casanova. Cosa que no se da en nuestro país.

Pero cuando veo tanta gente agitando banderas tan alegremente, no puedo dejar de recordar el ambiente de fiesta del comienzo de la Primera Guerra Mundial, especialmente en Inglaterra. Masas de ciudadanos salieron a las calles en pleno fervor patriótico para celebrar que su país había decidido sustituir la negociación por la imposición de la fuerza. Estaba clarísimo entonces para una mayoría que la única posibilidad para mantener el orden en Europa era por la fuerza de las armas, aunque ello implicara la guerra generalizada.


Británicos saludan la declaración de la guerra el 4 de agosto de 1914 en Londres. Más de ochocientos mil ciudadanos del Reino Unido perderían la vida durante el conflicto.
 
En ambientes prebélicos a los que primero se señala es a quienes abogan por la paz. Se convierten en enemigos peores que el enemigo -traidores, cobardes, derrotistas. En ambientes prebélicos los "hombres buenos", como describe el historiador Ruiz Manjón a los que optaron por el diálogo y la comprensión del otro y evitaron las soflamas incendiarias antes y durante la Guerra Civil, son, desgraciadamente, una minoría. Por eso, también, comienzan las guerras.

Conviene aquí recordar unas palabras escritas por un testigo de los dos conflictos mundiales: 
"Cuantos más brutales los medios, más resentidos estarán los enemigos, con lo que endurecerán la resistencia que se trata de vencer... cuanto más se trata de imponer una paz totalmente propia... mayores son los obstáculos que surgirán en el camino... la fuerza es un círculo vicioso -o mejor, una espiral- salvo que su aplicación esté controlada por el cálculo más razonado".
Estas palabras no son de ningún hippy. Las escribió el capitán Sir Basil Henry Liddell Hart, soldado y teórico militar. Fue uno de los principales adalides de la guerra mecanizada, también de la reconstrucción del ejército de Alemania Occidental en los años 50. Liddell Hart no era un pacifista y su postura es ante todo práctica. Imponer a toda costa la postura de uno, por mucha razón que se tenga, solo empeora los conflictos, cuando no los provoca. El militar británico lo sabía bien, porque la Paz de Versalles, que obligó a Alemania a una rendición incondicional y humillante después de la Primera Guerra Mundial, solo sirvió para allanar el camino a la siguiente. 

Se ha convertido en un lugar común decir que es necesario preservar el patrimonio de la Guerra Civil, o de cualquier guerra moderna, para aprender de nuestros errores. Estamos de acuerdo. Pero estudiar y musealizar trincheras y fortines sirve de poco si no entendemos qué condiciones se dieron en la sociedad para que comenzara la violencia.


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El texto de Liddell Hart está citado en la obra de F. Aznar Fernández-Montesinos, Entender la Guerra en el Siglo XXI. Ministerio de Defensa / Universidad Complutense, 2010.

jueves, 3 de agosto de 2017

Y tú más

 ¡No, tú más!

Han pasado casi dos semanas desde que una anécdota en el Valle de los Caídos se convirtiera en trending topic veraniego, alimentado por los reflexivos comentarios de Alfonso Rojo, Hermann Tertsch y hasta un hilo en ForoCoches. Es quizá tiempo suficiente para observar el fenómeno con cierto desapasionamiento. Tratar de responder a las reacciones que ha suscitado la anécdota carecería de sentido, porque en su mayor parte son simplemente insultos y amenazas de la ultraderecha. Pero hay dos argumentos que son dignos de mención. 

El primero es la acusación de que la protesta ante un acto de exaltación franquista es signo de intolerancia. Así, una persona opina que aquello fue una demostración de "intransigencia" que  "rebasó los límites de la tolerancia democrática".  La idea, por lo tanto, es que en democracia vale todo. Hay que ser tolerantes y aceptar todas las opiniones. Lo reconozco, soy un intolerante (como Slavoj Zizek): no me hace gracia que se celebren públicamente los atentados de ETA, que los imanes fundamentalistas aconsejen pegar palizas a las mujeres rebeldes, o que se incite al odio racial. Por lo visto no debo de ser el único intolerante, porque todo ello está penado en nuestra democracia. En la mayor parte de los países democráticos el negacionismo del genocidio cometido por los nazis está castigado por la ley. Y lo mismo sucede con discursos racistas y xenófobos (la ley Gayssot en Francia, por ejemplo). La Comisión Europea, en el artículo 6 del Protoclo Adicional a la Convención sobre el Cibercrimen (2003) firmado por una veintena de miembros, considera que es delito negar cualquier genocidio reconocido como tal desde 1945. La República Checa y Ucrania han promovido leyes que castigan la negación o minimización de los crímenes cometidos en época comunista. El mundo está lleno de intolerantes, afortunadamente. Pero incluso los muy tolerantes de la ultraderecha también tienen sus límites: suelen ser partidarios de la denominada Ley Mordaza y no dudan en poner denuncias por ofensa a los sentimientos religiosos. Por lo visto encarcelar a alguien que hace chistes sobre Carrero Blanco no es intransigencia, reaccionar ante un saludo fascista, sí.



El segundo argumento que aparece en la mayor parte de los comentarios es habitual en el discurso de cierta derecha: y tú más. Un gran número de personas consideran necesario recordarme que el comunismo fue mucho peor que el fascismo. Como si por tratar de frustar un acto de exaltación fascista automáticamente le convierte a uno en apologeta de Stalin o Pol Pot. La reacción, en cualquier caso, es interesante por lo que revela del imaginario político de quienes utilizan tales argumentos.

En primer lugar, entiendo por su ira que se identifican de alguna manera con el Caudillo y su régimen. Piensa el ladrón que todos son de su condición: si a mí me molesta que me toquen a Franco, a este tipo le tiene que molestar que le toquen a Mao. Siento defraudarles: si alguien protesta ante un acto de homenaje a Honecker, Hoxha o André Marty yo seré el primero en aplaudir. Nunca se me ocurriría pensar que están atacando mis ideas o mis valores porque se retire de la circulación sus estatuas o mausoleos.

En segundo lugar, la sutil lógica del "y tú más" da por hecho que solo hay dos posibilidades. Si no eres de derechas es que eres de ultraizquierda. El concepto de ultraizquierda incluye cualquier posición comprendida entre Pedro Sánchez y Kim Il-sung, ambos incluidos. Susana Díaz se salva por los pelos. Esta posición es coincidente con la del franquismo, para el cual todo el que estuviera enfrentado a la dictadura automáticamente quedaba situado en la anti-España judeo-masónica y bolchevique. En esa categoría política entraba desde Julián Besteiro a Trotsky. Desde esta perspectiva, cuando uno es de (ultra)izquierda aplaude necesariamente cualquier acto llevado a cabo por cualquier partido o individuo de izquierdas. Así que por necesidad yo tengo que estar a favor de la Constituyente de Maduro y el plan quinquenal rumano de 1971.

En tercer lugar, los partidarios del "y tú más" dan por hecho que quienes protestamos ante el franquismo ignoramos o minusvaloramos los crímenes del socialismo real. Nuevamente, como esa suele ser una actitud habitual entre los conservadores ante las dictaduras de derechas (sea la de Franco o la de Pinochet), entienden que los que nos situamos a la izquierda del espectro político nos dedicamos a defender que en Ucrania nadie se murió de hambre en 1932 o que la revolución cultural de Mao no estuvo tan mal. Y nuevamente, como ellos mismos hacen, suponen que solo leemos el Libro Rojo de Mao y obras de historia que nos dan la razón todo el rato para sentirnos bien. En realidad los manuales de reafirmación ideológica los consumen fundamentalmente los ciudadanos más conservadores, como demuestran, por un lado, las ventas astronómicas de libros históricos de más que dudosa calidad científica o con una agenda política descarada y, por otro, los comentarios que dejan sus lectores en las tiendas online. El mundo académico, en cambio, resulta que no funciona como las tertulias de la tele (normalmente), y los que trabajamos en ese ámbito solemos informarnos y leer de todo. Quien esto escribe ha leído con atención a Stanley Payne, Julius Ruiz y Michael Seidman, con cuyas interpretaciones discrepa considerablemente. No estoy muy seguro de que quienes me atacan hayan hecho lo propio con Paul Preston, Michael Richards o Helen Graham.

Lo que en última instancia proponen los comentaristas es lo siguiente: dejanos en paz a nuestro Franco y nosotros dejamos en paz a vuestro Stalin. Desgraciadamente a mí ese pacto no me vale -y creo que tampoco le vale a la mayoría de los ciudadanos. Porque ni quiero a Franco ni quiero a Stalin (ni a Khruschev ni a Tito). Parece que insistir en Franco es un capricho ideológico, como si no hubiera sido el dictador que gobernó España implacablemente durante cuarenta años. Lo que quiero es una democracia en la que se respeten los derechos humanos y en la que se construya una historia común en la que honrar a los dictadores -sean del signo que sean- resulte inaceptable. 

Será que soy un antisistema.

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[Nota: soy científico titular en el Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC. NO soy profesor en la Universidad Complutense ni tengo ninguna vinculación oficial con esta universidad desde el año 2009. Los ataques a la Complutense a raíz del suceso en el Valle de los Caídos carecen de justificación]. 

sábado, 22 de julio de 2017

Me echan del Valle de los Caídos


El Valle de los Caídos es un lugar de enorme interés para cualquiera que investigue sobre patrimonio cultural, memoria colectiva y dictaduras. Es la apoteosis del régimen franquista, el espacio conmemorativo en el que realizó una mayor inversión tanto simbólica como económica. El monumento dice mucho sobre la dictadura, pero también sobre nuestra presente democracia. Por eso este sábado decidí organizar una visita con mis estudiantes norteamericanos.

La experiencia resultó ser doblemente interesante por un evento que tuvo lugar en el interior de la basilíca. El evento en cuestión, al que ahora me referiré, puede entenderse como lo que en psicoanálisis se denomina analizador institucional, un hecho que revela un conflicto oculto o un problema que permanece en el inconsciente y por lo tanto no verbalizado. Un analizador institucional puede ser una escena espontánea que obliga a los actores que se ven involucrados en ella a reaccionar de forma no planificada y por lo tanto a exponer comportamientos, creencias y valores institucionalizados que no se manifiestan explícitamente en circunstancias normales. Describo brevemente la escena.

Me acerco a a la cabecera de la basílica del Valle de los Caídos, donde se encuentra la tumba de Francisco Franco, y me encuentro a un hombre de entre 60 y 70 años que acaba de depositar un ramo de flores y hace el saludo fascista, ante la indiferencia de personal a cargo del monumento, guardias de seguridad y un monje benedictino. Me acerco a la tumba, recojo el ramo y me dispongo a dejarlo en otro lado. En ese momento una de las encargadas me grita "¡Qué está usted haciendo!". Intento reproducir con la mayor fidelidad el diálogo subsiguiente. Entre corchetes mis comentarios a posteriori.

González-Ruibal: Estoy retirando este ramo de flores.
Encargada: Usted no tiene que tocar nada aquí [Efectivamente, lo deberían hacer ustedes] ¿Por qué lo ha hecho?
GR: Porque es ilegal [Artículo 16.2 de la Ley 52/2007, referente al Valle de los Caídos: "En ningún lugar del recinto podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas, o del franquismo".]
E: No estamos aquí para decidir lo que es o no es legal [Cierto, de eso se encarga el  parlamento, que es el órgano legislativo en una democracia; los empleados tienen que hacer cumplir la ley, no debatir sobre ella] ¡Usted lo que tiene que hacer es mostrar respeto!
GR: No creo que tenga que mostrar ningún respeto por Franco [¿Es exigible el respeto a un dictador en una democracia?]. 
E: ¡Este es un lugar de culto!
GR: Lo sé y no estoy haciendo nada que sea ofensivo para la religión católica.
E: Si no le gusta esto ¿Entonces para qué viene? [Ergo, al Valle de los Caídos hay que venir si eres afín a la dictadura y respetas a Franco; siempre había pensado que era así, pero nunca me lo habían dicho tan claramente].
GR: Porque soy historiador [Si le digo que soy arqueólogo habría perdido un tiempo precioso en matizaciones epistemológicas].
E: Pues no es el único.
GR: Lo sé [pero gracias igualmente por la información] .
E: ¡Si usted es historiador entonces tendría que asumir la historia!
GR: La asumo, pero esto no tiene nada que ver con aceptar la historia [Debería hablarle de la diferencia entre recordar y rendir homenaje, pero la encargada no parece muy dispuesta al diálogo].

Mis argumentos no hacen mella en la empleada del monumento. Me sorprende la excesiva indignación con la que habla, como si en vez de la tumba de Franco fuera la de un familiar suyo. Le tiembla la voz de rabia. Me dice que tengo que devolver el ramo a su sitio y abandonar la basílica. Llama a una guardia de seguridad que me escolta hacia la salida. Mientras me alejo, oigo al fondo la voz de la empleada. Continúa su diatriba, con el benedictino de interlocutor, en voz bien alta para quien quiera escucharla. El caballero del saludo fascista observa la escena con gesto aprobatorio. Acaba su visita tranquilamente.

Un resumen para acabar: un señor realiza una ofrenda floral y un saludo fascista ante la tumba de un dictador, contraviniendo una ley aprobada en sede parlamentaria y vigente a día de hoy; otro señor protesta y retira la ofrenda aduciendo que es un acto ilegal de exaltación franquista. Expulsan al señor que protesta.