jueves, 29 de septiembre de 2016

El Tour de France


La calle Cabrales es un vial emblemático del Ensanche gijonense del primer tercio del siglo XX. En un pequeño tramo de este espacio urbano tenemos condensado todo el trauma de la guerra, la represión y la Victoria. Justo enfrente de la iglesia de San Lorenzo (1901) en una bella plaza definida por casas levantadas en ese peculiar estilo modernista norteño, la administración local ha tenido a bien situar una exposición titulada Los desastres de una guerra. Vecinos y turistas se acercan con curiosidad a ver las fotografías de las ruinas generadas por los bombardeos franquistas; en los comentarios de los más jóvenes aparece siempre Siria como referencia.



Los más ancianos no pueden ocultar las lágrimas de un pasado que vivieron de niños, recuerdan muy bien y no quieren transmitir a sus nietos: Que no vuelva la guerra.
La exposición combina fotografías de 1937, páginas de la prensa de la época, dibujos de niños evacuados y testimonios orales recabados por historiadores asturianos. De entre todos ellos traemos aquí la transcripción del testimonio de un refugiado en Francia tras la caída de Catalunya:

Nunca me consentí a mí mismo caer en la desesperación que vi en otros. Siempre tuve claro que la alegría de vivir era mía, y que ni mil derrotas ni ideales pisoteados serían suficientes para quitármela. Y así será hasta que me muera. Por eso cuento a quien me quiera escuchar cómo cruzamos la frontera francesa sin armas pero con una oveja medio podrida al hombro que nos habíamos ido comiendo por el camino y que hizo que durante años fuera incapaz de probar cordero. Porque no quiero recordar la humillación ni el trato despectivo de los gendarmes franceses cuando derrotados, pero no vencidos, cruzamos la frontera. Por eso cuento cómo por primera vez en mi vida yo, que era un gran aficcionado al ciclismo, pude ver el gran Tour de France desde las vallas del campo de prisioneros donde nos habían recluido. Porque no quiero pensar en el hacinamento, la disentería, la falta de agua potable o los piojos de esa playa reconvertida en campo que fue Saint Cyprien. Y, sin embargo, cuento a quien me quiera escuchar cómo aquel ciclista luxemburgués, cuando nos vio detrás las vallas de Gurs, pasó muy despacio en su bicicleta y bordeando el campo, nos dio ánimo, aunque perdiera la oportunidad de ganar la etapa.


La caída de Gijón supuso el fin del Frente Norte. Los sublevados se hicieron dueños del espacio público. Al final de la calle Cabrales, visible desde larga distancia, se ubica el monumento a los Héroes del Cuartel de Simancas, del que ya hemos hablado aquí en otra ocasión. Aún hoy este monumento domina el espacio urbano y sigue recordando a los habitantes de Gijón quién ganó la guerra. En la iglesia de la Inmaculada Concepción todavía se pueden escuchar misas en honor a los caídos en el Simancas y en la División Azul. La memoria de los vencedores se extiende tanto por el espacio público (condenable en una democracia) como por el privado (la Iglesia sabrá lo que hace dentro de las paredes de sus templos).


La calle Cabrales es toda una lección de arquitectura urbana del siglo XX. Los diferentes estilos se van sucediendo en ambas aceras. Muy cerca de la plaza y de la iglesia de San Lorenzo se emplaza el bello edificio de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana. Aquí la policía política del régimen franquista torturaba hasta la muerte. Una placa recuerda el pasado traumático que se esconde tras las paredes de este edificio. Un pasado que se oculta o se obvia en los inventarios y catálogos que recogen la arquitectura moderna de Gijón.



Dentro de la iglesia de San Lorenzo, justo enfrente de la exposición Los desastres de una guerra, se reparten pasquines para informar de la beatificación de los 4 Mártires de Nembra, hecho que tendrá lugar el próximo 8 de octubre. Estos cuatros mártires eran un cura párroco, dos mineros y un estudiante, todos ellos católicos, asesinados por los rojos. Según informan fuentes eclesiásticas, la beatificación es un proceso previo a la canonización. Los beatos fallecen en su archidiócesis, mientras que los santos mueren por pasión universal. Para que se produzca la canonización de un beato es necesario un nuevo proceso y que se reconozcan dos milagros, que tendrán que ser aprobados desde el Vaticano.
Por ahora es imposible normalizar nuestra relación con el pasado traumático de la guerra mientras los ministros y ministras del Gobierno de España (en funciones o no) del Partido Popular únicamente se personen en actos masivos de beatificación y no pisen una sola exhumación de represaliados por Franco. Esto último sí que sería un milagro. Mientras eso no sucede, es importante que en el espacio público se recuerde a aquellos que fueron bombardeados, humillados, torturados y expulsados del país por militares golpistas apoyados por el ejército de Mussolini y la Legión Cóndor de Hitler. Eso lo tenía muy claro el niño asturiano ángel Toribio, de 1º A. No lo parece tener igual del claro el presidente del Gobierno de España.





martes, 27 de septiembre de 2016

Disaster Archaeology

Castro de La Ercina

Hace pocos días tuvimos la suerte de acercarnos al pueblo leonés de La Ercina en donde nuestros compañeros Eduardo González y Víctor Bejega dirigen un proyecto de Arqueología comunitaria centrado en la recuperación de un castro de la Edad del Hierro (probablemente destruido durante las guerras cántabras). Estos arqueólogos, que emprendieron en su día las excavaciones en la posición republicana del Cueto de Castiltejón (Puebla de Lillo), nos enseñaron también las ruinas arqueológicas del pasado minero de la zona. Un pasado traumático condensado en una fecha: el 10 de junio de 1954. Ese día una explosión de grisú en la mina de Casetas de Oceja acabó con la vida de 14 mineros. Fue el mayor accidente minero hasta la fecha en toda la provincia de León. Por supuesto, la dictadura pasó por el acto la tragedia, señalada en algún periódico de manera surrealista, como un hecho más en la sección de sucesos, compartiendo espacio con el accidente sufrido por los miembros de un circo ambulante.


Los y las seguidoras de este blog ya conocéis nuestros proyectos sobre Arqueología de la colonización agraria e industrial del franquismo en diversas zonas del Estado. En este sentido, en La Ercina nos encontramos con un ejemplo magnífico del proceso de domesticación de la minería y la case obrera tras el triunfo del golpe de Estado de 1936. Sin embargo, hay algo más. El trauma de aquel accidente se mantiene en la actualidad y se refleja en una suerte de damnatio memoriae de la materialidad que recuerda aquellos tiempos. La entrada a la mina en la que murieron aquellos hombres fue dinamitada hace pocos años. La vía del tren minero fue desmantelada. La caseta del apeadero resiste huérfana y sola al paso del tiempo, en medio de la nada. El economato no aguantará un invierno más; pronto se consumará su ruina total... Se podría llevar a cabo toda una Arqueología del Desastre en este lugar.

La antigua caseta del apeadero en el tren minero: Casetas de Oceja.

Ruinas del interior del economato de Casetas de Oceja.

Exterior del edificio del economato.


Sin embargo, también se ha dado un curioso proceso de patrimonialización. En el antiguo local de la Hermandad de Santa Bárbara, centro permitido por el sindicato vertical franquista, se ha ido creando todo un museo local, una cuenca de memoria con aluviones de materiales de lo más variopinto, donados por los vecinos. En el bar se expone una lápida conmemorativa de un accidente previo, con los símbolos fascistas y con un texto que recuerda que esos hombres murieron en el trabajo cumpliendo con su deber. Todo un epitafio que nos remite al Estado militarizado franquista, en donde los camaradas productores obedecen y cumplen, ajenos a cualquier tentativa de huelga o derecho laboral. Como contrapunto, nos encontramos aquí con otra lápida, exenta de simbología franquista, un recuerdo emotivo de los compañeros.



La gente de La Ercina estaba harta de aparecer únicamente en la prensa por malas noticias, cada vez que se conmemoraba la efeméride de la tragedia de 1954. Por eso, se aferran ahora al castro como referente identitario. El impacto mediático de las excavaciones, de la recreación de la batalla entre cántabros y romanos es ahora motivo de orgullo para la comunidad local, según nos cuentan Edu y Víctor. Toda una Arqueología postraumática.

Detalle del Museo de la Hermandad de Santa Bárbara.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Saturraran: la cárcel de la infamia

 Garazi Lizaso defendiendo su TFM sobre la cárcel de mujeres de Saturraran, 
hoy en la UPV/EHU.

En la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea el mes de septiembre es nuestra época de vendimia particular, al menos en el ámbito de la Arqueología del Pasado Contemporáneo. Alumnos y alumnas presentan sus trabajos finales del Máster en Rehabilitación, Restauración y Gestión Integral del Patrimonio Construido. Hoy Garazi Lizaso Manterola ha defendido con éxito su TFM titulado: Birrindutakoa berpizten. Ahaztutako arkitekturak eta emakumeak: Saturrarango emakumezkoen espetxearen adibidea. Un magnífico estudio desde una perspectiva de género en el que analiza un edificio de Saturraran (Mutriku, Gipuzkoa) destruido en 1987 y que tiene una larga historia de usos de lo más variopinto. Empezó siendo un complejo hotelero vinculado a los baños de mar. Después se convirtió en residencia de veraneo de los seminaristas de Vitoria-Gasteiz. Cuando estalló la guerra ésta sorprendió a unos cuantos aprendices de curas. Fue el Padre Barandiaran quien, antes justo de marchar al exilio, medió con el Gobierno Vasco para evacuar a zona franquista a aquellos seminaristas alaveses que así lo quisieron. Gudaris del EAJ/PNV utilizaron el edificio como cuartel en agosto-septiembre de 1936 hasta que cayó en manos de los franquistas tras la conquista de Donosti.

 El antiguo complejo hotelero, después penitenciario. 
Destruido para construir un parking anejo a la playa.

La represión desatada por los golpistas halló en Saturraran uno de sus espacios emblemáticos. El antiguo complejo hotelero fue reconvertido en cárcel de mujeres, en uso entre 1938 y 1944. Las memorias de las supervivientes no dejan lugar a dudas sobre la brutalidad de un sistema de redención infame. Basta con leer el testimonio de Josefa García (maestra gallega republicana de Tomiño, a quien enviaron a prisión tras liquidar a su marido) para conocer de primera mano abusos sexualres y cómo la marea anegaba las celdas con las presas dentro. La investigadora y periodista María González Gorosarri, autora del libro No lloréis, lo que tenéis que hacer es no olvidarnos, calcula que cada una disponía de unos 45 cm de suelo para domir, y lo hacían sobre jergones de hoja de maíz amontonados. En 1944, ante el temor de que la victoria aliada pusiese fin a la dictadura fascista en España, el régimen decidió echar el cierre al penal y los edificios fueron devueltos a la Iglesia.

 
Para reeducar a las rojas y que fuesen dignas de la Nueva España, el régimen nacional-católico contó con personajes siniestros como la directora del centro, la monja Sor María Aránzazu Vélez de Mendizábal, apodada La Pantera Blanca por las reclusas. La Virgen de la Merced era la patrona del patronato de Redención de Penas. Si los mercedarios en el siglo XVI se dedicaban a rescatar a cristianos viejos de las garras moriscas, las mercedarias franquistas se dedicaban ahora a domesticar republicanas. 4000 mujeres pasaron por la cárcel de Saturraran entre 1938 y 1944. Entre sus muros fallecieron 116 mujeres y 56 niños y niñas, tanto por los malos tratos inflingidos como por inanición, tifus, tuberculosis y otras enfermedades.
Nada de esos aparece en las páginas de la revista Redención, en donde la Prisión Central de Saturrarán es un ejemplo de la caridad cristiana y la generosidad de Francisco Franco. 

Guardias, monjas-guardianas y cura celebrando misa junto al Pabellón Celular 
o celdas de castigo de la Prisión Central de Mujeres de Saturraran.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

As pedras de San Lourenzo

O Burato dos Mouros en el castro de San Lourenzo.

Este verano nuestro equipo de trabajo ha intervenido en dos áreas arqueológicas del paisaje cultural de la parroquia gallega de Cereixa (A Pobra do Brollón, Lugo): una casa campesina empleada como base por la guerrilla antifranquista entre 1947 y 1949 y un castro minero romano de época altoimperial conocido como el castro de San Lourenzo.
Este último yacimiento arqueológico de hace dos mil años está conectado también con la guerra civil y la represión. En el primer foso oriental del castro se encuentra el mítico Burato dos Mouros, una antigua galería minera de hierro, hoy en día colmatada. A Cereixa llegó escapado un maestro republicano extremeño, don Esteban, que fue acogido en una casa del barrio de Nogueiras. Por las noches, un vecino alto, llamado Gumersindo, cargaba a hombros con don Esteban para cruzar el río Saa. En momentos de máximo peligro, el maestro se guarecía en el Burato dos Mouros.

Casquillo percutido de pistola del 9 largo, 
localizado en la excavación de la casa de Repil (fotograma de Soledad Felloza).

A finales de los años 40, las contrapartidas organizadas por la Guardia Civil para combatir a la guerrilla hacían prácticas de tiro en ese mismo foso, construido en su día por ingenieros militares romanos. En esos mismos días de 1948 y 1949, los hombres de la IIª Agrupación del Ejército Guerrillero de Galicia se refugiaban en la casa de los Amaro, en Repil.
Estas distintas capas de la memoria que se entrecruzan en el paisaje de Cereixa son las protagonistas del cortometraje documental que acabamos de presentar ayer en la red: As pedras de San Lourenzo. Dirigido por Manuel Gago con fotografía y sonido de Soledad Felloza.

El guerrillero superviviente de la batalla de Repil, Fermín Segura (Xabi Herrero, de Lubakikoak
en su huida hacia Cereixa. Al fondo, el castro de San Lourenzo (fot. de Rui Gomes).



miércoles, 7 de septiembre de 2016

Materialidades Represivas 003: Celda





Presentamos la tercera entrega de la serie Materialidades Represivas, y la última dedicada a la cárcel política de hombres de Libertad (Establecimiento Militar de Reclusión Nº 1). 
Recientemente se acaba de estrenar en Uruguay la producción hispano-uruguaya "Migas de pan", protagonizada por Cecilia Roth y Justina Bustos, e inspirada en hechos reales. En este largometraje se puede apreciar cómo fue la vida de las presas políticas uruguayas en el penal de Punta Rieles (Establecimiento Militar de Reclusión Nº 2), durante la última dictadura cívico-militar (1973-1985).
A partir de las diferentes entrevistas que hemos realizado tanto a ex presos como ex presas políticas, podría asegurarse que la experiencia de la cárcel política en Uruguay fue bien diferente en función del género. Y en esto tuvo bastante que ver la arquitectura represiva utilizada en cada caso. En el de las mujeres se reutilizó un antiguo seminario de la compañía de Jesús, lo que obligó a reconvertir los cuartos colectivos de los seminaristas en celdas, que por el tamaño tuvieron que ser colectivas, de hasta 12 presas. Esta convivencia permitió establecer fuertes lazos de solidaridad entre estos grupos de mujeres, tupamaras y comunistas, principalmente. Y también les permitió desarrollar, a pesar de las tremendas carestías que soportaban, todo tipo de trabajos manuales y actividades lúdicas (obras de teatro, canciones, lecturas compartidas, etc.). Toda una serie de dispositivos de resistencia ante las penalidades sufridas y la dureza del encierro y las vejaciones.
Sin embargo el caso de los hombres fue bien diferente. El penal de Libertad fue diseñado como tal, con celdas pensadas para dos reclusos. Tras 37 años en obras, y fue apresuradamente terminado en 1972. Una materialidad de la dictadura que se adelantó a la misma dictadura. Rápidamente se quedó pequeño, pero la dictadura no respondió con hacinamiento, sino que según fue creciendo el número de reclusos se le fueron añadiendo pabellones con habitaciones colectivas, donde se dieron formas de organización entre los reclusos similares a las de las mujeres de Punta Rieles.
Pero la mayor parte de la población presa se repartía entre los cinco pisos del edificio principal. La mayoría de las celdas eran para dos reclusos, algunas en los pisos 4 y 5 eran para cuatro (en el espacio resultante de unir dos celdas), pero las de la mitad del piso 2 tenían un régimen especial. Allí los presos políticos estaban aislados. Este sector estaba destinado a aquellos considerados cabecillas de las organizaciones guerrilleras o políticas enemigas de la dictadura. Tupamaros y comunistas, principalmente. Estos presos "peligrosos" tuvieron que enfrentarse, además, a la soledad de la celda. Los mandos militares consideraron necesario, a finales de la dictadura, que los reclusos conocieran las características de la cárcel, circulando un texto, como si la mera descripción burocratizada de la arquitectura tuviera la fuerza para reforzarla en sus funciones represivas:   

"Ubicación:
El Establecimiento se encuentra a 53 kilómetros de Montevideo, ocupando una superficie de 120 has.- Dentro de esa área se destaca una "zona de seguridad" donde se encuentra alojada la población reclusa, con capacidad para albergar a aproximadamente 1335 individuos.-"
"Alojamiento:
En un edificio central con capacidad para alojar 935 reclusos en celdas para 2 personas con un buen sistema de iluminación y ventilación.-
En barracas se pueden alojar 400 reclusos (80 en cada una, en 2 sectores independientes de 40 reclusos cada uno).
En barracas tienen un sistema de vida mas en "comunidad" ya que conforman un grupo de 40 hombres sin compartimentación entre ellos .-
Los reclusos de mayor peligrosidad (asesinos - ideólogos - dirigentes a nivel de ejecutivo central - jefes de columna - reclusos fuertemente concientizados hacia la violencia) son alojados en el piso 2 del Celdario."

Algunos, como Jorge Tiscornia, sufrieron esa soledad de los de "mayor peligrosidad", durante 13 años de encierro. 23 horas dentro de la celda, que en muchos casos se convertía en el día completo, ya que cualquier cosa podía constituir una falta y perder el derecho a la hora de patio. Las faltas graves se solventaban en la Isla, el sector de celdas de castigo, de tamaño muy reducido, sin luz natural, y en el que se estaba por unidades de tiempo medidas en quincenas. Gracias a Jorge Tiscornia se dispone, además, de las únicas fotografías de las celdas en uso durante la dictadura, o, al menos, de las únicas conocidas. En concreto de algunas del quinto piso, realizadas con bastante riesgo las últimas semanas de estancia en el penal, cuando dispuso de un mínimo de libertad de movimientos: 








Al salir de la cárcel pudo sintetizar todos sus recuerdos en el libro Vivir en Libertad (2003, Ediciones de la Banda Oriental), donde su sensibilidad arquitectónica le permitió plasmar hasta el más mínimo detalle arquitectónico. Detalles, cuya leve manipulación podría llegar a ser el acto más grande rebeldía, sustentando la capacidad de resistencia del preso:
   
                                                               "Las celdas.

Las celdas tenían dos metros de ancho, tres con sesenta de largo y dos metros ochenta de alto. Tenían una ventana y una puerta en los extremos del eje mayor. Las paredes tenían estucado hasta el metro ochenta y por encima de este revoque grueso hasta el techo. Este estucado, en momentos de humedad y temperatura altas, hacía que la humedad se condensara y chorreara por las paredes. Los pisos eran de baldosa monolítica de veinte centímetros de lado. Del mismo tamaño era también la ventanilla que tenía cada una de las puertas. Abisagradas en la parte inferior, estas ventanillas abrían hacia afuera y se cerraban con un pestillo de bronce.
Durante un tiempo los presos fueron sustituyendo los pestillos que se "perdían" por unos cueritos que se adosaban a un costado de la ventanilla, que permitían abrirla desde adentro con un golpe. Era, de algún modo, una forma de pasar el comando de la ventanilla hacia adentro, pudiendo trancarla y abrirla a voluntad. Este sistema duró hasta mayo de 1982, cuando repusieron todos los pestillos, pero es un ejemplo claro del eterno "tira y afloje" de la cárcel: los presos tratando siempre de fisurar el sistema de control aunque fuera en detalles muy pequeños, los carceleros tratando de suturarlo.
Al abrirse la ventanilla se transformaba en una suerte de mesita extendida hacia afuera. Era, básicamente, el canal de contacto del preso con lo que sucedía en las planchadas.
Por ella recibía los alimentos y las cartas, las herramientas permitidas, los cubiertos y, por supuesto, las sanciones. Por ella sacaba las manualidades y los residuos, por ella entraba o sacaba baldes con agua, libros, medicamentos.
Cuando alguien abría la ventanilla desde afuera, lo primero que se veía desde adentro era un abdomen, que podía ser, básicamente, gris o verde. Esta variación de tono ya pautaba las posibilidades de diálogo, el estilo de comunicación posible y hasta el estado de ánimo del preso, su postura emocional y el sistema defensivo que debía, o no, utilizar.
Las ventanas que de las celdas eran diferentes en los distintos pisos. Como dice la circular, eran "un buen sistema de iluminación y ventilación".-
En el 1º y 2º había ventanas de 50 cm x 65cm, de proyección y deslizamiento, con un vidrio fijo de 25 por 50 centímetros en la parte superior. En los pisos de arriba ese vidrio fijo se transforma en otra ventana batiente, que facilitaba dosificar la entrada de aire.
La luz artificial se suministraba, en los pisos 1º y 2º, desde afuera de la celda por medio de un artefacto de aluminio, colocado unos 40 centímetros por encima de la puerta, separado del interior por medio de una reja cuadriculada y unos vidrios en persiana.
En los pisos de arriba la luz se encontraba adentro. Había un portalámparas sobre la puerta, con el interruptor afuera, lejos del alcance de los reclusos.
Los presos de los pisos superiores desarrollaron un sistema sencillo de hilos que permitía aflojar o apretar la bombilla, para poder apagar la luz desde adentro. No era un gran beneficio el que se obtenía en la práctica, pero se inscribía en la misma línea de los "cueritos" de las ventanillas, es decir, importaba más el contenido simbólico de transgredir el orden castrense, aunque fuera en cosas mínimas, que los beneficios reales. Eran, en el fondo, formas sencillas de sentirse vivo, de no doblegarse, de no dejarse abrumar por el sistema carcelario".

domingo, 4 de septiembre de 2016

Escuchar la guerra en portuñol


El peligroso comando de portugueses que, según la inteligencia franquista, 
estarían preparando atentados contra Salazar y Franco en 1937.

La dimensión sonora de una guerra es de las primeras en desaparecer, una vez terminado el conflicto. Se apagan los fusiles y se deja de escuchar el silbido de las balas cortando el aire, los gritos de los oficiales y el gemido final del herido. Para los que no la vivieron, la guerra civil española será siempre muda por más que se cuente, se recree o se simule. Nuestros ojos y nuestras manos no se olvidan tan fácilmente de los combates. La ruinas del conflicto son perennes, y también lo son los restos de metralla, lo casquillos y los pedazos de personas. Es por eso que esas dimensiones sensoriales –la visión y el tacto- son centrales en el trabajo de los arqueólogos.

Los arqueólogos que se dedican al estudio de los paisajes sonoros del pasado intentan, por un lado, analizar cómo el sonido se produce y se  transmite en determinados espacios y, por otro lado,  deducir cómo serían esos sonidos en el pasado en idénticas circunstancias. A veces buscan reconstituir la producción de esos sonidos con medios que no han cambiado mucho a través del tiempo. Para quien tenga curiosidad en saber cómo sonaba un fusil Mosin, puede hacerse con uno de los que todavía circulan por ahí y pegar unos tiros. Nadie tiene dudas de que sonará de manera semejante a los de la década de 1930.

La reconstrucción de un paisaje sonoro antiguo va mucho más allá de la curiosidad por sus sonidos. Para muchos investigadores, la dimensión sonora es esencial para entender un determinado contexto histórico o, por lo menos, para tener una noción de sus muchos tonos cenicientos. El historiador Mark M. Smith partió de ese presupuesto en la escritura de Listening to Nineteenth-Century America. Para él, lo que se escuchaba y cómo se escuchaba definía las vivencias del mundo rural sureño y de las ciudades industriales del Norte en las vísperas de la guerra civil americana (1861-1865). No se trataba sólo de escuchar el ruido de las fábricas o los cantos de los esclavos en las plantaciones de algodón; acostumbrarse a esos sonidos era parte de la integración sensorial en un orden social distinto.

La mayor parte de la información rescatada por Smith se encuentra escrita. Irónicamente es a través de los ojos y de las manos –manoseando y leyendo papeles guardados en archivos- cómo podemos intentar reconstruir un poco de la sonoridad de la guerra. Esos objetos eran producidos y circulaban en trincheras y otros espacios bélicos, pero raramente se conservan debajo de la tierra después de terminada la guerra. Gracias a los archivos y a los libros, nuestro equipo va encontrando detalles de cómo sonaba la guerra.

En un post anterior escribimos cómo el habla del portuñol ayudó a definir la comunidad de exiliados portugueses en Madrid al inicio de la guerra. El portuñol era una mezcla de protugués y castellano, fruto de la rápida integración de los portugueses en la vida urbana.
Pero esa flexibilidad lingüística debió corresponderse con una cierta ambivalencia social, y fue el acicate de muchas sospechas. En una guerra civil, el ser extranjero no te define necesariamente como enemigo, saber escuchar es un talento vital. Pero eso, evidentemente, llevó a un gran nivel de desconfianza y paranoia tanto entre civiles como entre militares.

Por la novela memorialística de Álvaro Cunhal A Casa de Eulália, que retrata la vida de un grupo de comunistas portugueses en Madrid antes de la llegada de las Brigadas Internacionales, sabemos que los portugueses podían ser confundidos con fascistas italianos. O podían ser tomados simplemente por espías, como un pobre chico que estuvo a punto de ser fusilado en Somosierra. Las desconfianzas eran parecidas a las que se encontraban en el bando franquista. Alfredo Contreiras, el realizador que marchó al frente en noviembre de 1936 para tomar imágenes para su película A Caminho de Madrid, escapó por poco de la muerte. Estaba encerrado en un armario para cambiar el filme de la cámara y fue sorprendido por un grupo de soldados marroquíes que lo tomaron por espía leal.

Estas sospechas sobre los portugueses estaban lejos de ser circunstanciales. A principios de 1938, por ejemplo, los servicios de información militar franquista pidieron a la policía de Vigo una lista con todo los portugyeses residentes en aquella ciudad. Entre ellos se encontraban dos sindicalistas (AGMAV, C. 1970, Cp. 18). En el verano anterior, poco después de la caída de Bilbao, se evadieron dos prisioneros de guerra hacia el lado republicano. Eran dos anarquistas miñotos que habían conseguido escapar durante la noche y pudieron así transmitir informaciones sobre las líneas enemigas (AGMAV, C. 1084, Cp. 10).

El caso más significativo fue el de la sospecha sobre un comando de portugueses que se pasaron a las líneas de retaguardia del frente Norte en el verano de 1937. Eran cuatro individuos con preparación militar que supuestamente estarían preparando atentados contra Franco y Salazar. El jefe de la 1ª Brigada de Navarra recibió órdenes para “que con la necesaria discreción ordene se indague en todas las Unidades de su mando dependientes de 1ª ó 2ª Línea quienes son los individuos de acento portugués.” (AGMAV, C. 1356, Cp. 22).


No sabemos lo que ocurrió con los hombres del supuesto comando, si es que tal organización existió alguna vez. En todo caso, la materialdiad de estos papeles nos abre una ventana para la ambivalencia sonora de la guerra y de sus riesgos. Hablar una cosa parecida, pero que no lo era; ser uno de los nuestros pero no serlo exactamente: las ambiguidades de la voz podrían costarte la vida.

Post by Rui Gomes.