lunes, 24 de septiembre de 2018

Las ciudades invisibles

 La ciudad invisible del Campillo al comienzo de nuestras excavaciones.

Durante la Guerra Civil pueblos enteros desaparecieron del mapa, borrados por las bombas y por el posterior abandono: Corbera, Rodén, Belchite, Montarrón, Vaciamadrid... La nómina es mayor de la que nos imaginamos. Pero la guerra no solo destruyó espacio, también lo creó. Por cada pueblo arrasado surgió una aldea subterránea en parajes apartados e inhóspitos. En los últimos años hemos excavado muchas ciudades invisibles: Canredondo, Mediana, la Ciudad Universitaria de Madrid. Son invisibles porque estaban pensadas para que el enemigo no las detectara y evitar así el ataque de la artillería y la aviación. 

Pero son también ciudades invisibles porque han pasado desapercibidas. Las hemos olvidado. No tienen la presencia de los fortines de hormigón y acero. En los partes militares se las cita sin prestarles mayor atención. Se habla de los campamentos o las bases de tal o cual batallón o compañía, pero los documentos no nos permiten hacernos una idea de cómo eran estas ciudades de tierra, cómo era la vida en ellas, cómo se organizaba el espacio.

Los arqueólogos tenemos aquí algo que decir, aunque no nos lo han puesto fácil. Las ciudades fueron invisibles durante la guerra y lo son ahora. Pero en la inmediata posguerra eran más que conspicuas: se convirtieron en minas o ultramarinos donde las poblaciones cercanas se aprovisionaban de todo. Latas de conservas abandonadas, botellas de vidrio reutilizables, vainas de munición para vender como chatarra...

Y aún así siempre damos con trazas que nos permiten acercarnos a la experiencia de los soldados que vivieron en ellas. 

 Abrigos en batería en el Campillo en proceso de excavación.

En la ciudad invisible del Campillo, en Rivas Vaciamadrid, hemos excavado ya cuatro refugios completos y estamos empezando la excavación de un quinto. Hemos identificado 16 espacios y todo indica que había más, pero los derrumbes de las laderas los han ocultado. Sorprende la variedad de formas y tamaños. En un mundo tan reglamentado y preciso como el militar -donde los casquillos miden 54 mm de largo y los proyectiles de mortero 81 mm de diámetro (¿por qué no 80 u 82?), los poblados de chabolas y covachas son el reino de la improvisación y la chapuza. Un resquicio de libertad, parece, donde cada uno puede hacer más o menos lo que quiera. La cuestión es cavarse una madriguera donde se pueda estar lo más seco, protegido y abrigado posible. 


Dentro del caos hay un orden, claro -en la ubicación de las estructuras o en  cuestiones básicas de tipo defensivo. Existen en el Campillo dos estructuras rectangulares, muy bien diseñadas y de tamaño considerablemente superior al resto, que hacen pensar en construcciones de carácter más oficial. 

El campamento del campillo. Las estructuras visibles están marcadas en rojo. Se aprecian las de mayores dimensiones que articulan el espacio.

Pero lo que predominan son las pequeñas chabolas semisubterráneas, algunas tan pequeñas que cuesta imaginar a más de una persona en su interior: el espacio útil no debía llegar a los tres metros cuadrados. Se trata seguramente de dormitorios para un par de soldados. Otra chabola tiene poyetes de ladrillo a intervalos regulares. Pensamos que sobre ellos se dispusieron tablones a modo de bancos. No sabemos exactamente para qué. Quizá simplemente para charlar y estar juntos, para calentarse en torno a un fuego.

Refugio colectivo con poyetes de ladrillo.

Los materiales son, como decíamos, poco abundantes, alguna lata, restos de una máscara antigás, munición de Mosin y de Máuser. En una choza apareció un frasco de medicina o colonia y dos tubos de pasta de dientes. La higiene siempre tan presente, tan necesaria para la superviviencia física y psicológica.

Frasco de medicina o colonia en un abrigo.

Dicen los historiadores que en Gallipolli en 1915, donde surgió una de las primeras ciudades invisibles de la guerra moderna, el cavar al unísono de oficiales, suboficiales y soldados sirvió para crear espíritu colectivo, incluso más allá del ejército y de la guerra. El hacer madrigueras y sobrevivir en ellas se encuentra en el origen del sentimiento nacional de australianos y neozelandeses. Su identidad se forjó a pico y pala en un acantilado de Turquía. Los arqueólogos podemos dar fe de que cavar juntos une -incluso aunque no te disparen. 

Los  conservadores británicos concluyeron de la Guerra Civil que los refugios antibombardeo eran peligrosos, porque la plebe hacinada bajo tierra puede desarrollar identidades colectivas tendecialmente comunistas. Por eso decidieron no hacer refugios. Y por eso murió más gente de la que debiera en los bombardeos de la Luftwaffe. A los republicanos la identidad colectiva se la destrozaron en los campos de concentración y las prisiones de la posguerra. Esa era la idea, de hecho. El campo de concentración es el reverso del campamento. El campamento une, el campo separa, atomiza, disuelve.

Las ciudades invisibles han permanecido así, invisibles y olvidadas, década tras década, cubiertas por el jabunal y el sisallo, como si siempre hubieran sido desierto. 

Ciudades invisibles e inverosímiles, como las de Ítalo Calvino. Como  Zenobia, como Leonia. Como Argia: "La tierra cubre completamente las calles, las habitaciones están llenas de arcilla hasta el cielo raso, sobre las escaleras se apoyan otras escaleras en negativo, encima de los techos de las casas pesan estratos de terreno rocoso como cielos con nubes".       

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Ortoimagenes de Pedro Rodríguez Simón.

3 comentarios:

Unknown dijo...

¡Qué bueno!

Victurbios dijo...

Se puede visitar?

Gonzalez-Ruibal dijo...

El ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid anunciará nuevas visitas. Una vez que se culmine la consolidación de los restos y la señalización será visitable de forma libre.