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lunes, 21 de octubre de 2019

Los invisibles


Totum revolutum: latas de la 2ª Guerra Mundial, ladrillos del campamento partisano, latas de cazadores de los años 1980 y latas consumidas por refugiados en 2019.

Desde la Arqueología comienzan a surgir iniciativas para afrontar las tragedias humanitarias desencadenadas por los procesos migratorios. En el congreso de la asociación europea de arqueólogos, celebrado en Maastricht (Holanda) en 2017, Yannis Hamilakis, uno de los arqueólogos mundiales de referencia, impartió una conferencia titulada Una arqueología afectiva de las fronteras, en la que dio buena cuenta del proyecto que lleva a cabo en las costas griegas con sus estudiantes de la Universidad de Brown. La ponencia generó una ardiente polémica entre los congresistas; mientras unos aplaudían la implicación de la arqueología en esta crisis humanitaria, otros se preguntaban qué sentido tenía sacar fotos a los salvavidas y lanchas abandonados. ¿No sería mejor y más útil que los recursos de la Universidad de Brown se invirtiesen en una ayuda real a los refugiados? ¿No es éste un ejemplo de vacua moda arqueológica que obedece a una necesidad académica de ir à la page? Como podemos apreciar, estas cuestiones tienen que ver con la ética. 

Entorno del hospital partisano. Zona de descanso de refugiados, con abundante material en superficie.

El recrudecimiento de las políticas antiinmigración en Estados Unidos también ha movilizado a arqueólogos como Jason de León o Randall McGuire. Este último, uno de los máximos representantes de la arqueología marxista en aquel país, lleva años trabajando en tareas humanitarias con la organización No Más Muertes en Nogales, Sonora, dedicada a ayudar a personas deportadas. El contacto diario con el muro fronterizo y su impacto sobre las poblaciones locales le llevaron a desarrollar una arqueología de la frontera con sus alumnos de la Universidad de Binghamton. En España se comienza a prestar atención desde una perspectiva arqueológica a fenómenos como la tragedia que se vive día a día en el estrecho de Gibraltar, donde han muerto miles de migrantes en las últimas dos décadas, o la creación por el Estado de los denominados centros de internamiento de extranjeros (CIES).


En el mismo espacio recogemos una pieza de una máscara antigás italiana, amortizada por los partisanos, y restos de comida de los refugiados de 2019, incluida una lata de conserva gallega. Globalizaciones de ayer y de hoy.

Nuestros proyectos de lo que podemos denominar Arqueología de la Hospitalidad han abordado la temática de los refugiados en el pasado. En los bosques del entorno de Dreznica, buscando los rastros de los partisanos de los años 40 nos encontramos con los nuevos invisibles del presente. refugiados del Próximo Oriente que intentan llegar a Austria y Alemania, después de recorrer cientos, miles de kilómetros. Tenemos la suerte de contar en nuestro equipo con el realizador croata Matija Kralj, quien conoce bien esta realidad, tras haber estado en Lesbos, Ceuta, Turquía, y reconoce perfectamente los efectos de la propaganda oficial en las comunidades rurales de Croacia.

Matija Kralj, registrando los paisajes de la resistencia, para el documental sobre nuestro proyecto.

Nosotros mismos hemos escuchado de boca de nuestros colaboradores locales cosas como: estos son soldados, muyahidines, estamos viviendo una invasión silenciosa. Incluso en la localidad de Krakar nos enseñaron una casa abandonada (que perteneció a un partisano conocido en la región), la cual, según ellos, fue quemada por refugiados recientemente, porque vieron allí una cruz. Estos relatos socavan la ética solidaria heredada de la lucha partisana. Si bien la gente más mayor reconoce la necesidad moral de ayudar a estos refugiados del presente, también nos encontramos con miembros de la generación nacida en el bosque muy críticos con esta realidad. Los más jóvenes incluso se organizan, en algunos casos, para autogestionar el asunto. Este miedo al Otro se manifiesta en los cercados, las rejas metálicas cerrando puertas y ventanas de segundas residencias y casas rurales vacías. Y se refleja en toda su crudeza en la acción de comandos enviados directamente desde Zagreb para la caza del hombre. Esta policía incrementa el PIB local con sus pernoctas, vicios y hobbies.

Vivienda supuestamente incendiada por los refugiados (estaba asegurada).

Los mismos bosques que acogieron a los partisanos son los únicos amigos de los refugiados sirios, afganos, kurdos, muchos de ellos desertores del ejército de turno. En los bordes de las dolinas documentamos esta realidad perenne. Una pieza de una máscara antigás italiana comparte espacio con latas de atún Calvo, en un espacio habilitado como campamento de una noche. Se puede llevar a cabo toda una etnoarqueología binfordiana de estos nómadas, perseguidos, del siglo XXI. Se esconden. Evitan ser vistos. Caminan de noche. Partisanos de hoy que subsisten como pueden, una vez más, en el bosque. Perseguidos por la policía del limes europeo, encargada de que la barbarie no acceda al Imperio. ¿Quienes son los bárbaros?





miércoles, 2 de octubre de 2019

La gente del bosque


Hace un frío que pela. Entramos en la casa de la familia Radulovic, en la aldea de Tomicic. Calor de hogar. Esta pareja de jubilados vive sola todo el año. Una hija emigró a Estados Unidos y la otra a Alemania. El petrucio, Mihajlo Radulovic, está entusiasmado con la idea de que yo venga de España. No pasarán. Estamos en su casa porque el historiador, Milan, y la antropóloga, Ivona, quieren hacerles una entrevista. Pero antes, hay que mojar la palabra. Sobre la mesa, rakija y otros licores caseros, torreznos, embutidos, quesos. La hospitalidad de esta gente es proverbial. Aunque yo no sé hablar nada de croata, echamos mano de un lenguaje internacional: el fútbol. Las raíces serbias de esta familia se hacen notar: aquí son del Estrella Roja de toda la vida. Tras los prolegómenos, Mihajlo, como aviso previo a la entrevista, declara: Yo soy marxista. Y a partir de ahí la crónica del horror. Su madre fue asesinada por los fascistas, junto con dos de sus hijas, una de ellas un bebé de dos días. Esta es la historia de cada familia de aquí. Septuagenarios y septuagenarias nacieron en la primera mitad de los años 40 en el bosque. Son hijos e hijas del bosque. De un  bosque impenetrable, lleno de agujeros kársticos, de pendientes imposibles, de afloramientos rocosos. Un bosque protector, invisible a la aviación enemiga, imposible para la artillería italiana dispuesta en acorazados en el mar Adriático.

Ubicación del primer campamento partisano en los montes de Krakar. De izquierda a derecha: Xurxo, Carlos, Sanja y Nedeljko. (Fotografía de Matja Kralj).

Esta es también la historia de nuestro guía por las montañas de Krakar, el bueno de Nedeljko Maravic. Él nació en el bosque. Su relación cromosómica con el mundo vegetal le llevó a estudiar ingeniería forestal en Zagreb. De hecho fue el máximo responsable del distrito, hasta que en 1991 fue relevado injustamente de su puesto. Era serbio... en el nuevo estado croata independiente. En los inicios de la última guerra, tuvo que pasar por un control de carretera. Allí estaban apostados paramilitares croatas. Según nos cuenta, le amenazaron con una típica frase balcánica: te mataremos a ti, serás pasto de los zorros, y nos los comeremos. Nedeljko nos guía con pericia por los vericuetos del monte, un laberinto de pistas de tierra maltratadas por las cadenas de los tractores y camiones de la madera. Nos lleva al que se considera el primer campamento base partisano en la zona, habilitado en otoño de 1941. En esta fase paleolítica de la guerrilla, se habilitó un refugio en un monumental abrigo rocoso. Nedeljko va recogiendo flores y hojas, recita sus nombres en latín y nos ofrece una lección magistral sobre propiedades curativas y alucinógenas. Los servicios sanitarios partisanos echaban mano del saber local ante la falta de suministros, como así aparece reflejado en las crónicas de la época. El bosque protege, cura, calma, adormece, hace soñar.

Carlos tomando las coordenadas de la nueva cueva.

En el interior de la cueva.

Tras este viaje maravilloso por el bosque animado, Nedeljko nos lleva a su casa en la aldea de Krakar en donde nos aguarda una sorpresa. La antigua casa familiar estaba apoyada directamente en la pared rocosa. La parte trasera conectaba directamente con una cueva empleada por los partisanos, probablemente como almacén de municiones, suministros y alimentos. La entrada en pendiente a la cueva está llena de escombros y materiales etnográficos, probablemente de la segunda mitad del siglo XX cuando se empleó como basurero doméstico. Sin embargo, al fondo, parece conservarse el nivel de ocupación original. Allí documentamos algunas piezas de uniforme del Ejército italiano.


Arriba: objetos en el suelo de la cueva. Abajo: los mismos objetos en laboratorio (Fotos de Carlos Otero)

Nedeljko nos ofrece un tentempié, con salchichas y vino de casa. Él fue refugiado en su día y, ahora, su pueblo se encuentra en la ruta de paso de los refugiados que vienen de Próximo Oriente. La nueva gente del bosque, que deja sus propias huellas, que maneja su propia estrategia de ocultación. Los invisibles de Europa. De todo ello hablaremos mañana.

Proyecto Heritage from below. Traces and memories. Dreznica 1941-1945.







jueves, 19 de septiembre de 2019

La Hojarasca

Base partisana en los montes de Krakar, aprovechando la espesura del bosque y los afloramientos rocosos.


De pronto como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos: rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte.

Gabriel García Márquez: La Hojarasca (1955).

Voluntad de resistir. Ahí está el origen de muchas de las materialidades que conforman los paisajes  bélicos que estamos estudiando desde la Arqueología del Conflicto en los últimos años. La cueva en la que se escondió el guerrillero Gorete en las estribaciones de los Picos de Europa. Las chabolas republicanas construidas precipitadamente en vaguadas de la Alcarria, habilitadas como hospitales de campaña. Los hospitales en el interior de cuevas en el contexto de la batalla del Ebro. Los chozos de la Cidade da Selva en la zona de Pena Trevinca (Ourense). La cueva etíope de Zeret en donde ancianos, mujeres y niños fueron masacrados con gas mostaza por los fascistas italianos. Alfredo González-Ruibal ha remarcado un aspecto crucial de la guerra civil española. Mientras la tecnología militar de vanguardia se ponía a prueba en los frentes de España, el conflicto suponía en muchos casos la vuelta al pasado. Chabolas que parecen cabañas de la Edad del Hierro. Soldados heridos que son atendidos en cuevas paleolíticas como si fuesen especímenes tipo Homo Antecessor.

En el callejero de Dreznica todavía se conserva el nombre de Dreznica de los Partisanos.

La resistencia partisana en Dreznica contra los ocupantes italianos y alemanes es el paradigma de la lucha de guerrillas. Esta zona de Croacia, habitada por serbios, es conocida por su riqueza forestal. Los aserraderos en la época de preguerra conocieron un incipiente movimiento sindicalista en defensa de los intereses de los trabajadores. Aquí ellos y ellas tienen, desde siempre, madera de héroes y de heroínas. Tras la rendición del ejército regular yugoslavo en 1941, muchos hombres regresaron a casa, sí, pero armados. Durante tres años trágicos se enfrentaron a cuatro ejércitos: los fascistas croatas (ustasha), los monárquicos serbios (chetniks), los italianos y los alemanes. Voluntad de resistir. Las masacres se sucedieron entre la población campesina que apoyó masivamente la causa partisana. Hasta 1991 el topónimo oficial del pueblo fue precisamente ese: Dreznica de los partisanos. Y lo siguen defendiendo con orgullo.

También hacemos excavaciones en los monumentos. En este, situado cerca de Ogulin, se conmemora un enfrentamiento con fuerzas chetniks. Hemos recuperado en el entorno los fragmentos del texto de la primera placa de mármol que se colocó en el lugar hace décadas.

Una de las cosas que estamos haciendo en nuestro proyecto es registrar los monumentos erigidos durante el régimen comunista en conmemoración de los hechos bélicos protagonizados por los partisanos. En los textos conservados en las placas se pasa del genérico terror fascista a indicar en ocasiones el enemigo allí batido: chetniks, ustashas, italianos o alemanes. Proliferan sobre todo en carreteras principales, lugares propicios para emboscadas y golpes de mano. Lógicamente, la guerrilla evita siempre la lucha en campo abierto. Su gran aliado: el bosque. La Arqueología del Paisaje nos permite reconstruir la genealogía de los espacios liberados. En un primer momento, la resistencia se organizó en los pequeños pueblos rurales. Desde el inicio de la insurrección, los encargados de echar a andar todo el entramado partisano fueron veteranos de la guerra de España, pertenecientes en su día a las Brigadas Internacionales (de esto hablaremos en posts venideros). El primer hospital se habilitó en la casa de un notario en la aldea de Sekulic. Duró poco. Los ustasha enviaron una expedición de castigo y liquidaron a 28 civiles, hombres, mujeres y ancianos. Los heridos fueron asesinados y solo unos pocos pudieron escapar a una cueva cercana.

Ruinas del hospital partisano en la aldea de Sekulic, quemado por los ustasha. Así permanece desde entonces.

En esta primera etapa de la resistencia los partisanos contaron con una base en los montes de Krakar. Podemos definirla como una etapa paleolítica. Los afloramientos rocosos típicos de este paisaje kárstico, las dolinas, sirvieron de abrigo natural para los combatientes. La masa boscosa, las cuevas y la piedra maciza eran un buen contrapeso para los ataques de la artillería italiana en esa época. En 1942 se organizó el hospital nº 7 en los montes Javornica en los alrededores de Dreznica, constantemente hostigado por el enemigo. La zona central del sitio fue monumentalizada a comienzos de la década de 1960 a iniciativa, en gran parte, de enfermeras y comisarias políticas que trabajaron allí veinte años antes.

El conjunto monumental que conmemora el hospital nº 7 es obra de Zdenko Kolazio y fue inaugurado en 1981. Cada uno de estos hitos de cemento marca un área de actividad del antiguo campamento. En la imagen, el puesto de ambulancia.

Uno de nuestros objetivos es llevar a cabo una prospección intensiva de este paraje de Gorski Kotar que nos permita ir más allá de las fuentes escritas y reconstruir arqueológicamente todo el sistema defensivo y asistencial partisano. Para ello contamos con la colaboración de la comunidad local. Dragan, joven cazador, se ofreció a llevarnos a una cueva oculta que se utilizó para evacuar a los enfermos durante los episodios de mayor peligro. Como decía el poeta del Caurel Uxío Novoneyra, aquí se siente lo poco que es un hombre. Llueve en el bosque. Nubes de mosquitos al acecho. Arces y abetos monumentales, raíces que descansan como dinosaurios fosilizados. Objetos de higiene y bolsas de comida desparramadas aquí y allá nos remiten al paso reciente de refugiados, de camino hacia el norte. La hojarasca nos recuerda aquella novela menor de Gabriel García Márquez, pero en la que aparece ya reflejado el realismo mágico de Macondo. Dragan avanza decidido sorteando el lapiaz y las dolinas que se suceden en bucle. Llegamos a la entrada, idéntica a la de la cueva de Altamira, por poner un ejemplo, pero sin puerta. Entonces experimentamos aquello que se cuenta del descubrimiento de la tumba de Tutankhamon, cuando Carnarvon le pregunta a Carter: ¿qué ves?, y éste le contesta Cosas maravillosas.

¿Qué ves?... Cosas maravillosas. (Foto de Sanja Horvatincic).

Volvemos al día siguiente pertrechados cual espeleólogos domingueros. Conseguimos bajar al interior. Todavía se conservan los pilotes de madera y las vigas que servían para habilitar plataformas horizontales (probablemente a dos alturas) en donde descansaban los heridos. Esta cueva se ubica  a poca distancia, en línea recta (pero con una gran pendiente) del lugar en donde se emplazaba la botica y la cabaña en donde se atendía a los enfermos de tifus. Podemos imaginarnos las condiciones que tuvieron que soportar los heridos, tanto durante la evacuación como durante su estancia en la cueva.

Acceso a la cueva. Vista desde el interior. (Fotografía de Carlos Otero).

El papel de las mujeres partisanas fue crucial en estas labores de mantenimiento. Muchas de ellas hacían kilómetros y kilómetros con cántaros de agua en la cabeza para hacerla llegar al hospital. Hay que tener en cuenta que el tifus era la enfermedad más temida, debida a la ausencia de agua potable. A su vez, el papel de las enfermeras fue heroico, coordinadas por el famoso médico judío Otto Kraus. Sobrevivir en el hospital nº 7 dependía de la solidaridad, la camaradería, pero también de la cultura material, como veremos a continuación. Entre las dolinas, los arces y la hojarasca, bajo tierra, se forjó la resistencia. Aquí, en el bosque, nació un país nuevo... que ya no existe. El viento de la Historia se llevó (¿para siempre?) sus hojas caducas.
Interior de la cueva. Vista parcial. (Foto de Carlos Otero).









viernes, 28 de septiembre de 2018

El fortín escondido


Algunas veces nos hemos encontrado trincheras y refugios donde no nos las esperábamos, porque los rellenos intencionales o naturales de la posguerra habían borrado casi por completo la huella de su existencia. En esta campaña, sin embargo, dimos de forma fortuita con un nido de ametralladoras, con su tronera y su plataforma de hormigón armado: en superficie se observaba apenas una ligera depresión que parecía evidenciar un pequeño refugio de tropa. Nadie se esperaba el complejo que finalmente salió a la luz.

Pues aunque parezca increíble, nos ha vuelto a pasar. A pocos días de cerrar la campaña, y para tener un nuevo recurso patrimonial que incluir en el itinerario arqueológico, decidimos excavar en lo que semejaba un abrigo, muy cerca de una trinchera de resistencia y otra de evacuación. 

Pronto nos dimos cuenta de que algo no encajaba. Al limpiar la superficie e iniciar el desescombro empezamos a encontrar bloques de hormigón desmenuzados. Una posibilidad que nos planteamos es que fuera un vertido más o menos reciente, pero el material no encajaba. Era de muy mala calidad: un montón de guijarros cogidos con un cemento arenoso. Algo que relacionamos más con la Guerra Civil que con las obras contemporáneas. 

La excavación nos sacó de dudas. En una esquina del sondeo empezó a despuntar un muro de hormigón del mismo tipo que teníamos en el relleno ¿Se trataba de un refugio reforzado con cemento? Poco probable. La limpieza de la parte frontal ofreció la prueba definitiva: allí descubrimos, colmatada de piedras, una amplia tronera. Estamos, por lo tanto, excavando un fortín. Y no un fortín cualquiera. Las grandes dimensiones de la aspillera nos hacen pensar que se construyó para alojar una pieza artillera, quizá un cañón antitanque de 45 mm. 
 Un fortín antitanque de la Segunda Guerra Mundial. Un poquito más espectacular que el que estamos excavando. Pero valían para lo mismo.

Lo que parecía una simple línea de trinchera con algún que otro refugio se ha convertido en un punto sólidamente fortificado: a un lado el fortín antitanque, al otro el nido de ametralladora ¿Por qué aquí? Puede haber varias razones. El puente de Arganda está muy cerca, a menos de un kilómetro lineal de la posición (de hecho, está en enfilada de tiro respecto al nido de ametralladora). 

Si los sublevados lo franqueaban podían avanzar hacia Madrid por dos direcciones: directamente, a través de la carretera de Valencia o por el camino que bordea los cantiles de Rivas Vaciamadrid. En estos cantiles, que forman una pared vertical, se abre un único vallejo que sirve de acceso a la meseta de Rivas. Y ese vallejo está justo al lado de las fortificaciones que estamos describiendo. Por otro lado, frente a los fortines discurre la vía de tren que iba hacia Arganda, así como el camino mencionado. Ese camino va bordeando la meseta y posteriormente sigue el valle del Jarama hacia San Fernando de Henares. Otra ruta natural de comunicación hacia el corazón del territorio republicano.

La otra pregunta es ¿cuándo? ¿Cuándo se erigen estas fortificaciones? Desde el inicio de la campaña manejábamos la hipótesis de que nos encontrábamos ante un paisaje bélico muy tardío, no anterior a 1938. Hoy hablando con Julián González Fraile, gran conocedor de la contienda en la zona, confirmamos esta hipótesis. Los mapas militares que Julián y sus compañeros han recopilado demuestran que al pie de los cantiles no había casi estructuras defensivas antes de septiembre de 1938.

Decíamos que el fortín antitanque está realizado con un hormigón de pésima calidad, un amasijo de cantos rodados. Esto encaja también con una fecha tardía, en la que la República no estaba ya para dispendios y se defendía con medios cada vez más escasos. El año 1938 fue de fortifación intensiva por ambos bandos en la zona de Madrid, donde todos las grandes ofensivas habían fracasado. Los poderosos fortines franquistas que tuvimos ocasión de estudiar en Brunete fueron construidos entre octubre de 1938 y 1939, también. Algunas fortificaciones republicanas de la época no les tienen nada que envidiar. Pero no es el caso de las que estudiamos, seguramente porque el punto donde se ubicaban carecía de la relevancia estratégica de otras zonas. En cualquier caso, las obras tardías republicanas se pueden leer como un testimonio de la voluntad de resistencia a ultranza representada por el presidente Juan Negrín. 

Queda una última pregunta: ¿Por qué el fortín desapareció de la vista? Todo indica que fue volado a conciencia. La destrucción de la cubierta hizo que se hundiera el enmascaramiento de tierra y yeso que lo cubría y colmatara, junto al escombro de la cubierta misma, el interior de la estructura. 

Corte estratigráfico del fortín, en el que se advierte el hundimiento hacia el centro. La cubierta de hormigón, pese a su mala calidad, no se pudo hundir de forma natural. Todo indica que fue volado.

En las fotos del vuelo americano de 1945 se ve un manchón de tierra precisamente en la zona donde se ubica el búnker. 

 Fotograma del vuelo americano en el que se percibe el emplazamiento del fortín.

El nido de ametralladora también estaba sellado al acabar la guerra -como lo demuestra el hecho de que aparecieran varios materiales in situ en su interior, tal y como quedaron abandonados. Se trata de las únicas estructuras clausuradas de forma intencional. Los abrigos se fueron rellenando de sedimento naturalmente. La explicación podría hallarse en la función de los fortines. Es posible que, como en otras zonas, decidieran neutralizarlos para evitar su uso indebido.

Ahora nos queda trabajar contrarreloj para intentar llegar al suelo del fortín antes de que acabe la campaña. A ver si nos encontramos un nivel de la Guerra Civil intacto...

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Siempre hemos vivido en agujeros



Uno de los abrigos del Campillo de Rivas Vaciamadrid.
 
En 1936, poco después de su incursión por tierras aragonesas, Buenaventura Durruti fue entrevistado por el periodista Pierre van Paassen. En uno de los momentos más famosos de este encuentro legendario, van Paassen le dice a Durruti que aun si ganan la guerra, se encontrarán viviendo sobre un montón de ruinas. A lo que el anarquista responde: "Siempre hemos vivido en la miseria. Sabremos arreglarnoslas durante un tiempo". Al menos esta es la versión que ha circulado en castellano. Pero en la versión inglesa dice algo más interesante: We have always lived in slums and holes. "Siempre hemos vivido en tugurios (guetos, barrios bajos) y agujeros".

Aunque el conflicto acababa de empezar y todavía el paisaje de España no se había convertido en un espacio arañado por trincheras, ramales y refugios, es como si Durruti estuviera ya adivinando el futuro inmediato. Como si su experiencia vital en slums and holes le permitiera imaginar que ese era precisamente el paisaje que iba a dominar España, toda España, y no solo las barriadas marginales, durante los próximos años (décadas, porque el paisaje de la posguerra fue también de tugurios y agujeros).

"Sabremos arreglárnoslas durante un tiempo", dice Durruti. Y lo que nosotros encontramos en nuestras excavaciones da fe de ello. De la inventiva de gente de las barriadas obreras, de las chabolas, de las aldeas paupérrimas, que sabían sobrevivir. Y sabían sobrevivir porque sabían fabricar cosas, reciclar, inventar, adaptarse. Unas habilidades que la mayor parte de nosotros hemos perdido. Los agujeros que excavamos en el Campillo sin duda reflejan una forma de vida penosa. Pero no debemos proyectar demasiado nuestras sensibilidades a los combatientes de hace 80 años. Para muchos de ellos, el slum del Campillo no era mucho peor que el slum de Barcelona o Madrid del que venían.

Incluso se podría decir que, en ciertos aspectos, era mejor. La comida, aunque progresivamente escasa y monótona, no faltaba ningún día. Y menos el alcohol. Tampoco los medicamentos. Tenían pasta de dientes y colonia, algo que en muchos barrios obreros y en muchas aldeas de los años 30 era un sueño casi inalcazable. Algunos aprendieron a leer y escribir en las madrigueras. Más increíble todavía: al caer la noche, los abrigos se iluminaban con luz eléctrica. Hemos encontrado cable y restos de una bombilla en su casquillo. Ahora encender la luz nos parece una trivialidad. En 1938 era magia. Hay que recordar que en buena parte de las aldeas de España la electricidad no llego antes de los años 50. 

Restos de una bombilla encontrada en un refugio.

En su entrevista con van Paassen, Durruti continúa diciendo que no solo se trata de adaptarse a las ruinas: ellos saben edificar. "Somos nosotros, los trabajadores, los que hemos construido estos palacios y ciudades aquí en España y en América y en todas partes. Nosotros, los trabajadores, podemos construir otros en su lugar ¡Y mejores! No tenemos miedo a las ruinas". 

Los trabajadores ciertamente volvieron a construir palacios y ciudades, pero no para crear una utopía libertaria, sino para edificar el régimen que representó todo lo opuesto a aquello por lo que lucharon los anarquistas en la Guerra Civil.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Las ciudades invisibles

 La ciudad invisible del Campillo al comienzo de nuestras excavaciones.

Durante la Guerra Civil pueblos enteros desaparecieron del mapa, borrados por las bombas y por el posterior abandono: Corbera, Rodén, Belchite, Montarrón, Vaciamadrid... La nómina es mayor de la que nos imaginamos. Pero la guerra no solo destruyó espacio, también lo creó. Por cada pueblo arrasado surgió una aldea subterránea en parajes apartados e inhóspitos. En los últimos años hemos excavado muchas ciudades invisibles: Canredondo, Mediana, la Ciudad Universitaria de Madrid. Son invisibles porque estaban pensadas para que el enemigo no las detectara y evitar así el ataque de la artillería y la aviación. 

Pero son también ciudades invisibles porque han pasado desapercibidas. Las hemos olvidado. No tienen la presencia de los fortines de hormigón y acero. En los partes militares se las cita sin prestarles mayor atención. Se habla de los campamentos o las bases de tal o cual batallón o compañía, pero los documentos no nos permiten hacernos una idea de cómo eran estas ciudades de tierra, cómo era la vida en ellas, cómo se organizaba el espacio.

Los arqueólogos tenemos aquí algo que decir, aunque no nos lo han puesto fácil. Las ciudades fueron invisibles durante la guerra y lo son ahora. Pero en la inmediata posguerra eran más que conspicuas: se convirtieron en minas o ultramarinos donde las poblaciones cercanas se aprovisionaban de todo. Latas de conservas abandonadas, botellas de vidrio reutilizables, vainas de munición para vender como chatarra...

Y aún así siempre damos con trazas que nos permiten acercarnos a la experiencia de los soldados que vivieron en ellas. 

 Abrigos en batería en el Campillo en proceso de excavación.

En la ciudad invisible del Campillo, en Rivas Vaciamadrid, hemos excavado ya cuatro refugios completos y estamos empezando la excavación de un quinto. Hemos identificado 16 espacios y todo indica que había más, pero los derrumbes de las laderas los han ocultado. Sorprende la variedad de formas y tamaños. En un mundo tan reglamentado y preciso como el militar -donde los casquillos miden 54 mm de largo y los proyectiles de mortero 81 mm de diámetro (¿por qué no 80 u 82?), los poblados de chabolas y covachas son el reino de la improvisación y la chapuza. Un resquicio de libertad, parece, donde cada uno puede hacer más o menos lo que quiera. La cuestión es cavarse una madriguera donde se pueda estar lo más seco, protegido y abrigado posible. 


Dentro del caos hay un orden, claro -en la ubicación de las estructuras o en  cuestiones básicas de tipo defensivo. Existen en el Campillo dos estructuras rectangulares, muy bien diseñadas y de tamaño considerablemente superior al resto, que hacen pensar en construcciones de carácter más oficial. 

El campamento del campillo. Las estructuras visibles están marcadas en rojo. Se aprecian las de mayores dimensiones que articulan el espacio.

Pero lo que predominan son las pequeñas chabolas semisubterráneas, algunas tan pequeñas que cuesta imaginar a más de una persona en su interior: el espacio útil no debía llegar a los tres metros cuadrados. Se trata seguramente de dormitorios para un par de soldados. Otra chabola tiene poyetes de ladrillo a intervalos regulares. Pensamos que sobre ellos se dispusieron tablones a modo de bancos. No sabemos exactamente para qué. Quizá simplemente para charlar y estar juntos, para calentarse en torno a un fuego.

Refugio colectivo con poyetes de ladrillo.

Los materiales son, como decíamos, poco abundantes, alguna lata, restos de una máscara antigás, munición de Mosin y de Máuser. En una choza apareció un frasco de medicina o colonia y dos tubos de pasta de dientes. La higiene siempre tan presente, tan necesaria para la superviviencia física y psicológica.

Frasco de medicina o colonia en un abrigo.

Dicen los historiadores que en Gallipolli en 1915, donde surgió una de las primeras ciudades invisibles de la guerra moderna, el cavar al unísono de oficiales, suboficiales y soldados sirvió para crear espíritu colectivo, incluso más allá del ejército y de la guerra. El hacer madrigueras y sobrevivir en ellas se encuentra en el origen del sentimiento nacional de australianos y neozelandeses. Su identidad se forjó a pico y pala en un acantilado de Turquía. Los arqueólogos podemos dar fe de que cavar juntos une -incluso aunque no te disparen. 

Los  conservadores británicos concluyeron de la Guerra Civil que los refugios antibombardeo eran peligrosos, porque la plebe hacinada bajo tierra puede desarrollar identidades colectivas tendecialmente comunistas. Por eso decidieron no hacer refugios. Y por eso murió más gente de la que debiera en los bombardeos de la Luftwaffe. A los republicanos la identidad colectiva se la destrozaron en los campos de concentración y las prisiones de la posguerra. Esa era la idea, de hecho. El campo de concentración es el reverso del campamento. El campamento une, el campo separa, atomiza, disuelve.

Las ciudades invisibles han permanecido así, invisibles y olvidadas, década tras década, cubiertas por el jabunal y el sisallo, como si siempre hubieran sido desierto. 

Ciudades invisibles e inverosímiles, como las de Ítalo Calvino. Como  Zenobia, como Leonia. Como Argia: "La tierra cubre completamente las calles, las habitaciones están llenas de arcilla hasta el cielo raso, sobre las escaleras se apoyan otras escaleras en negativo, encima de los techos de las casas pesan estratos de terreno rocoso como cielos con nubes".       

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Ortoimagenes de Pedro Rodríguez Simón.

lunes, 17 de septiembre de 2018

De Massachussets a Rivas: historia del mundo en un cartucho


La arqueología de la Guerra Civil Española, como casi todas las arqueologías contemporáneas, es también una arqueología de la globalización. En cada objeto que encontramos confluyen historias que ponen en contacto lo local con redes de comercio internacionales, geopolítica, movimientos sociales que afectaron al mundo entero, grandes procesos económicos. Y ahí está uno de los aspectos apasionantes de este campo. Que un cartucho que nos encontramos en una chabola republicana de Rivas, por ejemplo, pueda estar relacionado con la Primera Guerra Mundial, la Revolución Industrial y el movimiento Beat de los años 50. 

Esta mañana, a la entrada de un refugio semiexcavado en la roca aparecieron dos cartuchos de calibre 0,303, empleado por el fusil británico Enfield, con marcajes de Lowell, Massachussets. Están fechados en 1916. Veinte años antes de que la Guerra Civil fuera siquiera imaginable. Pero la historia comienza hace doscientos años. 

En la década de 1820 se funda en la localidad de Lowell un centro de fabricación textil. La industria del tejido fue, entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, el motor de la revolución industrial a ambos lados del Atlántico. De hecho, la máquina de vapor (cuyo invento en 1775 lo consideran algunos el inicio del Antropoceno), se puso inmediatamente al servicio de las fábricas de tejidos, que acabarían en pocas décadas destruyendo economías enteras basadas en la manufactura artesanal -principalmente la india. Massachussets se beneficiaba de la producción algodonera del sur de los Estados Unidos, que empleaba trabajo esclavo. Y parte de sus productos volvían allí: Lowell fabricaba entre otras cosas tejidos bastos y simples que compraban los dueños de plantaciones sureños para vestir (o más bien tapar) a sus esclavos.
 Fábricas textiles de Lowell hacia 1850.

Para mediados del siglo XIX, Lowell era el principal polo industrial de Estados Unidos. Como en otras ciudades fabriles, las condiciones de trabajo eran horrorosas -no muy distintas de la esclavitud. Entre 1830 y 1840 un obrero (o más bien una obrera, porque eran más las mujeres empleadas en esta industria)  trabajaba una media de 73 horas. Este horario inhumano se redujo a "solo" 54 horas semanales en los años 10. Lowell, comprensiblemente, no fue solo un centro pionero en el desarrollo industrial de Norteamérica. También en el desarrollo de la conciencia de clase y la lucha contra la explotación. Gracias a grandes movilizaciones que tuvieron lugar a partir de 1912, los trabajadores consiguieron importantes mejoras en sus condiciones laborales. 

Trabajadora en una fábrica de tejido de Lowell.


Mientras la industria textil crecía lo hacían también otro tipo de fábricas. Poco después de la Guerra de Secesión, en 1869, se instala en Lowell una factoría de armamento, la United States Cartridge Company, fundada por el general unionista Benjamin Butler y que alcanza su apogeo durante la Primera Guerra Mundial: la compañía fabrica el 65% de toda la munición de pequeño calibre de Estados Unidos. 

Publicidad de la fábrica de municiones de Lowell. 

La mayor parte de la munición va a parar al ejército británico (recordemos que los estadounidenses no entran en la Gran Guerra hasta 1917), que había enviado agentes a adquirir armamento ya en septiembre de 1914, solo un mes después de comenzado el conflicto -un buen indicio de que el gobierno no confiaba en que la guerra fuera a acabar antes de las Navidades. Algunas de las industrias textiles se ponen al servicio de la producción bélica y pasan de fabricar alfombras a producir balas. En total salieron de las factorías más de dos millones de cartuchos para el Reino Unido, Rusia, Holanda, Italia, Francia y Estados Unidos. 
 Enfield M1917, del tipo empleado en la Guerra Civil Española.

La fábrica de Lowell echa el cierre en 1926 y se traslada a Connecticut, donde seguirá fabricando bajo el sello de Winchester. 

¿Cómo llegó el cartucho desde Lowell a Rivas? Pues dando mucha vuelta. El destinatario original era seguramente el Reino Unido. Su ejército necesitaba la munición de calibre 0,303 para los fusiles Enfiled y ametralladoras ligeras Lewis, que lo estaban dando todo en el Frente Occidental. No todos los cartuchos se gastaron al acabar la guerra, claro, pero como nunca estaremos faltos de violencia institucionalizada, los británicos tuvieron la oportunidad de darles uso en la Guerra Civil Rusa, que comenzó en 1917 y arrasó el país hasta 1921 (y en algunas zonas hasta dos años más tarde). El conflicto, que enfrentó al Ejército Rojo contra varios ejércitos blancos (contrarrevolucionarios) y una variedad de milicias, dejó tras de sí un par de millones de muertos. Y muchos excedentes bélicos.

Los británicos apoyaron, como se puede imaginar, a las fuerzas contrarrevolucionarias, y en concreto a Anton Denikin, un personaje bastante siniestro, cuyos soldados asesinaban con la misma alegría a comunistas y a judíos -adelantándose al genocidio cometido por los nazis y sus aliados ucranianos durante la Segunda Guerra Mundial.  El apoyo vino sobre todo en forma de armas y en concreto de 200.000 rifles, la mayor parte Enfield P-14, y sus respectivos cartuchos de 0,303. 


Un avance de la Guerra Fría: la lucha británica contra los soviéticos durante la Guerra Civil Rusa.

Cuando los bolcheviques ganaron la guerra, se encontraron con un gran número de armas de los calibres más diversos. La Guerra Civil Española les vino de perlas para deshacerse de estos excedentes: la munición de 0,303 fue de la primera que llegó a España procedente de la Unión Soviética. Sabemos que un gran cargamento de este proyectil se desembarcó en España el 1 de noviembre de 1936. Lo hizo con otros materiales bélicos obsoletos (como los fusiles Vetterli Vitali de la década de 1870) que fueron entrando en España a partir del 4 de octubre. 

Brigadistas con Enfield en la Casa de Campo en noviembre de 1936. Foto de Robert Capa. 


Los Enfield eran mucho mejores que los Vetterli o los Gras, pero el ejército soviético estaba armado con fusiles y ametralladoras que empleaban el cartucho 7,62 x 54 mm, así que lo primero que hizo la URSS, además de desprenderse de todo tipo de antiguallas, fue vender cualquier cartucho que no se pudiera disparar con sus propias armas (así como los fusiles que los disparaban). De esta manera, los Enfield y su munición llegaron a Madrid justo a tiempo para la defensa de la capital, que tuvo lugar a partir del 7 de noviembre de 1936. En las fotografías de la Batalla de Madrid, de hecho, se puede observar a muchos  brigadistas armados con Enfield. 

Cuando los republicanos recibieron decenas de miles de Mosin Nagant a partir de febrero de 1937, los Lee Enfield fueron o parar (o se quedaron) en frentes secundarios, como la Ciudad Universitaria de Madrid, donde ya no habría ataques masivos desde diciembre de 1936 (y donde nos encontramos muchos de sus casquillos) o el frente estabilizado del Jarama después de la ofensiva franquista. Los cartuchos de 0,303 que encontramos son un testimonio más de la escasa acción que vio este sector a partir de marzo de 1937.

Nos queda por vincular el cartucho de Enfield con el movimiento Beat: la explicación es sencilla. En Lowell pasó su infancia y adolescencia Jack Kerouac, el escritor maldito por antonomasia de mediados del siglo XX, defensor de las drogas, el amor libre, el hedonismo y la libertad individual y precursor del movimiento hippie. Su primer libro importante The Town and the City, está parcialmente basado en sus experiencias en Lowell. Haber crecido en una ciudad industrial, gris y opresiva como la mayor parte de las ciudades industriales, seguramente algo tiene que ver con su  actitud vital y con su obra.  

Jack Kerouac afirmó que las guerras no hacen avanzar a la humanidad, excepto materialmente. Las cuevas en las que vivían los soldados en Rivas y el cartucho  de Enfield que ya era viejo cuando llegó a España nos hacen pensar que a veces ni siquiera materialmente.

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Howson, G. (2000). Armas para España: la historia no contada de la Guerra Civil española. Península, Madrid.

Lowell. The story of an industrial city. US Department of Interior, Washington, 1992.
Mrozowski, S. A., Ziesing, G. H., & Beaudry, M. C. (1996). Living on the Boott: Historical Archaeology at the Boott Mills Boardinghouses, Lowell, Massachusetts. University of Massachusetts Press.



jueves, 13 de septiembre de 2018

Anatomía de una fortificación




Un plano preliminar del complejo fortificado del Pinar del Campillo, tal y como se puede ver en estos momentos.

Según avanza la excavación de las fortificaciones del Campillo tenemos más clara la estructura del complejo. Se trata de un espacio considerablemente elaborado y que experimentó diversas transformaciones a lo largo del tiempo. 

En un primer momento creemos que existía solo una trinchera de resistencia y un parapeto aspillerado, situado en una prominencia frente al cantil rocoso de Rivas Vaciamadrid. Es posible, incluso, que el primer elemento defensivo fuera este parapeto. 

Sea como fuere, en una fase posterior, seguramente durante el año 1938, en que sabemos que se procede a fortificar todo este sector, se construye entre ambas estructuras -trinchera y parapeto- dos refugios excavados en el sustrato rocoso y unidos por una escalera también tallada en la roca. 

El primero de los refugios está comunicado con la trinchera de resistencia a través de un estrecho vano tallado en el yeso. Como la trinchera está a mayor altura que el refugio, se levanta una armazón de madera que salva el desnivel. Se ha perdido, pero conservamos los orificios en las paredes en los que se encajaban los pontones que sostenían la estructura. El refugio estaba además conectado con el exterior a través de una trinchera que lleva hacia el vallejo situado al este. Testimonio del uso de este refugio como espacio de vida es un tintero, un frasco de laxante y latas de conservas.

En el segundo de los refugios se levanta una plataforma de cemento, sujeta por dos traviesas de acero reutilizadas de la vecina vía de ferrocarril, y se instala un puesto para una ametralladora Maxim. Se trata de un espacio multifuncional, como señalamos en una entrada anterior, porque justo detrás del puesto de Maxim hay un horno con chimenea, que serviría para que los soldados se calentasen en invierno, pero también para calentar la comida (apareció una lata sobre un hogar de ladrillo). Aquí apareció otro tintero y un bote de colonia.

El complejo fortificado tal y como se ve desde el promontorio del parapeto aspillerado.


De este refugio parte una trinchera en dirección al parapeto aspillerado, pero se interrumpe en un pozo de tirador, que cubre el vallejo.

En un momento posterior se abre una nueva tronera en el lado opuesto a la de la ametralladora y se refuerza con ladrillos macizos. Sobre ella aparecieron guías de peine de fusil Mosin Nagant. La función es, nuevamente, cubrir el vallejo en caso de ataque enemigo. Quizá en este mismo momento se sella el vano que conecta este complejo subterráneo con la trinchera de resistencia ¿Por qué? No lo sabemos. Es posible que para evitar que el refugio se inundara con la escorrentía que bajaría por la trinchera cuando había tormentas. Y al fin y al cabo no había muchos soldados en este sector. La trinchera estaría vacía la mayor parte del tiempo. Nosotros no hemos encontrado ni un mísero casquillo en los cerca de 30 metros que llevamos excavados. 

La arqueología es una ciencia ambigua y con frecuencia imprecisa, no nos cansaremos de repetirlo. Y no tiene sentido que intentemos competir con la documentación textual. Hablamos de fuentes de conocimiento distintas y en buena medida complentarias. Hay muchas cosas que la arqueología no puede hacer, por supuesto, o no tan bien como otras disciplinas. Pero cuando se trata de describir la anatomía de un espacio construido y su evolución a lo largo del tiempo, no tiene rival.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Espacio multifuncional



La estructura que estamos excavando en el Campillo de Rivas Vaciamadrid es de lo más interesante. No es que aparezca una gran cantidad de material, pero está bien conservado y los materiales parecen encontrarse in situ. Los datos arqueológicos apuntan a un incendio intencionado de la techumbre para acelerar el colapso de la construcción. Encontramos un montón de carbones, incluidos restos de ramas y vigas de madera carbonizadas, todas al mismo nivel, lo que encaja bien con el derrumbe del techo. 

A lo largo de los años hemos excavado un gran número de refugios de tropa de la Guerra Civil. También de fortines. En este caso parece que se combinaron ambas funciones. Hemos descubierto una aspillera que da a una plataforma de cemento en la que debió de emplazarse una ametralladora Maxim. La plataforma se construyó utilizando traviesas de acero saqueadas seguramente de la vecina vía del tren. Junto a la aspillera aparecen algunos casquillos soviéticos de 7,62 mm disparados por la Maxim (y el fusil Mosin). 



Pero justo detrás de esta estructura tenemos una hornacina excavada en la roca, con suelo de ladrillos macizos. Sobre el hogar de ladrillos encontramos una lata (usada para calentar la comida), un frasco de colonia y un tintero. También aparecen en el refugio muelles de colchón y unos orificios practicados en la pared de roca que podrían haber servido para encajar unos camastros. En estos momentos estamos excavando una segunda estancia, que se une a la primera mediante unas escaleras talladas en la roca. Sobre las escaleras había trozos de una vasija de barro.


Esta estructura es una paradoja de la modernidad. Los arqueólogos hemos podido observar que una de las innovaciones que trajo consigo la era moderna -y que marca muy claramente el final de las sociedades tradicionales- es la aparición de espacios domésticos divididos. Cada función (cocinar, dormir, recibir visitas) tiene su propio lugar, separado por tabiques y muros que impiden la visión y garantizan la intimidad. La separación de espacios está también vinculada al desarrollo de la individualidad: si en la Edad Media (o en las viviendas campesinas de no hace mucho) compartían espacio animales y personas y poseer un dormitorio individual era un lujo de señores, en la Edad Moderna preferimos no convivir en la misma habitación no ya con vacas u ovejas, sino con otros semejantes (excepto con nuestra pareja).

La vivienda troglodita que excavamos en el Campillo combina casi todas las labores cotidianas en un mismo espacio: cocinar, comer, dormir, escribir cartas. Y las mezcla además con las actividades bélicas (vigilar, disparar, defenderse).
En un espacio de pocos metros cuadrados una podría, hipotéticamente, vivir, matar y morir. La modernidad en la guerra implica el fin de la modernidad.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Construir un paisaje en guerra


  
Comienza la excavación en las trincheras del Campillo.

Como es natural, asociamos la guerra con la destrucción, especialmente la guerra moderna, donde los medios desplegados para devastar son tan abundantes y tan efectivos. Las guerras destruyen el mundo, sin duda. Pero también lo construyen, a gran escala y profundamente. Las contiendas del siglo XX y XXI, como parte que son del Antropoceno, tienen una dimensión geológica.

El paisaje del Campillo, en Rivas Vaciamadrid, donde estamos ahora prospectando y excavando, es un espacio transformado a conciencia durante los dos años en que la Guerra Civil se instaló en estos parajes. Se trata de un sector que no vio combates de relevancia desde el final de la Batalla del Jarama, en febrero de 1937, y donde las líneas de ambos bandos no estaban muy cerca unas de otras, en comparación con otros frentes. Y sin embargo el esfuerzo de construcción es apabullante. Sin fijarse, puede pasar despercibido, porque la lógica con que se concebían las obras, además de la defensa y la protección, era la invisibilidad.

La estructura principal es una trinchera de tres kilómetros que se extiende de forma ininterrumpida a lo largo del farallón rocoso que flanquea la Laguna del Campillo (que no existía en la época: es un resultado de la extracción de áridos en los años 60). 

Hemos seleccionado una parte de la trinchera especialmente interesante para hacerla visitable al público. Es interesante porque en ella se concentran la trinchera de resistencia, un ramal de evacuación, un abrigo y un observatorio. Las excavaciones en el abrigo, que está tallado en el sustrato de yeso, ya nos están dando sorpresas: resulta que tiene un par de estructuras en ladrillo que parecen aspilleras. 

Posibles aspilleras de ladrillo.

Sobre una de las aspilleras aparecieron varias guías de peine de Mosin Nagant y de Máuser mexicano.

Restos de guías de peine de Mosin que aparecieron sobre los ladrillos.

Seguimos el farallón rocoso en dirección oeste para reconocer la trinchera. En un determinado momento la trinchera, que discurre a cierta altura al pie del cortado, baja al llano y desaparece. En las fotos aéreas de 1946 se puede ver que aquí había una construcción, de la que no quedaba nada ya una década después. Todo indica que el lugar fue utilizado durante la guerra por las tropas republicanas. La trinchera sube por la trasera de la casa hacia el cortado y se bifurca. Uno de los ramales vuelve hacia el este muy pegada al farallón. Aquí observamos una grieta larga y profunda. 

Cuando nos acercamos a verla de cerca nos dimos cuenta de que en la base se ancheaba y se convertía en la entrada de un abrigo, parcialmente cerrada con un muro de bloques de yeso. 

 Refugio de tropa excavado en el farallón de yeso.

Los soldados habían ampliado la grieta natural picando las paredes de la cavidad natural y habían creado un refugio de unos diez metros cuadrados con dos niveles. El nivel más alto y más profundo está separado por un murete de piedra. En una de las paredes descubrimos una lata de conservas incrustada en cemento que se debió de utilizar seguramente como lámpara improvisada. 

Lata-lámpara.

Sobre el suelo se ven algunos ladrillos de la época. El sitio promete. Es posible que tras la guerra lo ocupara gente sin hogar, como sabemos que pasó aquí y en otras zonas de Madrid y de España.

No está mal para el primer día de trabajo.