La guerra moderna no es una fenómeno estático, aunque tendamos a imaginarla como una foto fija. No se lucha igual cuando empieza y cuando acaba. Las formas de combatir, de sobrevivir y de matar evolucionan, especialmente en los conflictos más largos. Un ejemplo dramático es la Primera Guerra Mundial, que comenzó como un guerra de mediados del siglo XIX, con alegres soldados en vistosos uniformes, y acabó como una distopia futurista en mitad del barro, una especie de pesadilla steam-punk en la que se mezclan tanques y caballos, lanzallamas y mazas medievales, gases tóxicos y corazas.
La Guerra Civil Española también fue un conflicto en continua evolución, pese a que a veces los historiadores la presenten de forma apresurada como una antesala de la Segunda Guerra Mundial. La introducción de nuevas armas y nuevas tácticas explica en parte los cambios en el campo de batalla, pero también el aprendizaje por la experiencia. Los combatientes aprenden a sobrevivir y a ser más letales.
Después de unas cuantas campañas arqueológicas en los más diversos escenarios de la guerra, podemos empezar a realizar comparaciones: regionales, cronológicas, por ejército ¿Se lucha igual en Madrid y en León, en la montaña y en el llano, en 1936 y en 1938? La respuesta es generalmente no y resulta ilustrativo comprobar de qué manera varían las formas de hacer la guerra de unos contextos a otros.
En nuestras intervenciones hemos tenido ocasión de excavar una de las primeras trincheras de combate de la guerra y una de las últimas. En el primer caso se trata de una fortificación republicana en la Casa de Campo de Madrid, que estuvo en uso a mediados de noviembre de 1936. Es entonces cuando se estabiliza el frente en el centro tras al fulgurante avance del Ejército de África desde Sevilla. El segundo caso es una trinchera del último cinturón defensivo del Ebro, en La Fatarella, que cayó a mediados de noviembre de 1938, exactamente dos años después de que los republicanos defendieran exitosamente la capital.
Las diferencias son bien llamativas. La trinchera de la Casa de Campo es casi rectilínea, tiene abrigos excavados en el parapeto y numerosos puestos de tirador, que no son más que un pequeño retranqueo en la pared de la zanja. La trinchera de La Fatarella, en cambio, es una zanja de resistencia canónica en zigzag, sin puestos de tirador (los vértices sirven aquí de posiciones de fuego) y sin abrigos visibles (debían encontrarse, en cualquier caso, detrás del cinturón defensivo). La trinchera de La Fatarella es más efectiva militarmente que la de Casa de Campo. Los soldados estaban más protegidos del fuego artillero, de las granadas y de la aviación enemiga.
Trinchera de Casa de Vacas casi rectilínea (noviembre de 1936).
Uno de los zigzags de la trincehra de la Fatarella (noviembre de 1938). la trinchera está parcialmente destruida por una canalización agrícola.
Las diferencias no se acaban en el aspecto formal. La dispersión de los materiales que recogimos nos indican también que la forma de combatir ha cambiado notablemente. En la trinchera de la Casa de Campo documentamos más de 300 cargadores en un sondeo de 30 metros. 10 guías de peine por metro de zanja. La impresión que uno obtiene de la dispersión de clips, vainas y cartuchos es que los soldados combatían muy apretados, hombro con hombro. La disposición de los puestos de tirador, que están separados por poco más de un metro en ocasiones, ratifica esta idea .
En cambio, en La Fatarella pudimos observar que la densidad de ocupación era muy baja: la distribución de los materiales demuestra que solo había un tirador en cada uno de los vértices, lo que significa que estaban espaciados hasta cinco veces más que en la Casa de Campo.
Densidad de guías de peine y distribución de casquillos en Casa de Vacas (noviembre de 1936).
Densidad de munición y distribución de granadas en La Fatarella (noviembre de 1936).
¿Por qué estás diferencias? Existen varias razones: en primer lugar, al comienzo de la guerra se disparaba más generosamente. Bien por miedo e inexperiencia, bien por entusiasmo. Según avanzó el conflicto, los soldados, especialmente los republicanos, fueron aprendiendo a disciplinarse, a mantener la sangre fría y a combatir de forma más efectiva. Para los momentos finales de la Batalla del Ebro había individuos que llevaban meses o años luchando y habían adquirido una enorme experiencia.
En segundo lugar, en noviembre de 1936 los republicanos echaron toda la carne sobre el asador: estaba en juego el futuro de la República. Había que parar a los sublevados a toda costa, que ya se encontraban a las puertas de la capital. Al frente de Madrid fueron a parar los mejores recursos humanos (brigadistas) y materiales (tanques, aviones, armas soviéticas) que se pudieron movilizar en ese momento.
El 15 de noviembre de 1938 ya estaba todo perdido. Al menos, la Batalla del Ebro lo estaba. No tenía sentido destinar hombres y medios a un sector que estaba a punto de derrumbarse. Lo que hacía falta era utilizar hombres y medios limitados con la máxima efectividad. El resultado fue exitoso. El Ejército Popular pudo evacuar la bolsa del Ebro con rapidez y pocas bajas. Pero de poco le sirvió ya a la maltrecha República.